Y de hierro se hizo al hombre (2ª parte)
Por María Fraile Yunta
“Fíjate en esta forma, me decía Rafael, si el espacio no existiera ésta tampoco existiría, son las fugas del primero las que crean los contornos”, pues más allá de lo que hicieran Archipenko y Boccioni o cualquiera de los escultores de mediados del pasado siglo introduciendo el espacio en la escultura, para Rafael son las fugas de este mismo los elementos que realmente la componen.
He ahí El espacio esculpido, una obra que refleja cómo es éste lo que horada la plancha de hierro policromada, lo que en verdad conforma los dientes que la definen hasta recrear el movimiento de un bailarín de Broadway. He ahí El mágico cáliz de Cuenca, ese Grial que el vacío compone en el bello rostro de Sor Melliza otorgando el verdadero sentido a esa escultura.
Decía Kanhweiler al hablar de las obras escultóricas de Picasso: “esculpir es dibujar en el espacio”. Y Picasso, el gran maestro, no había aprendido a manejar la forja más que con Julio González, el mentor de Rafael, aquel de quien éste dijera que es a la escultura lo que Mozart a la música: la escultura en sí misma, “en tanto que daba un solo golpe al hierro y lo dejaba tal cual quedaba componiendo una obra de arte”.
Véase el balanceo de esa danzarina en el aire, cómo oscila el alma que la habita en torno a un simple trozo de metal: lo único que la mantiene en pie… Al parecer el escultor catalán, a quien Rafael cita en Homenaje a Julio González, también era de esos que, más que buscar, encontraban, como Picasso, como él: capaz de atrapar en la más ínfima expresión del hierro esa idea revelada, pese a que hasta los años treinta del siglo XX éste no había gozado -si obviamos a los ingenieros del siglo XIX- de gran consideración.
Conecta el hombre a través de la mujer
con la Madre Tierra haciendo germinar la semilla de la virtud. Ahí
está, como un pájaro que protege a sus polluelos, mamá Lapuente
atrapada en un trozo de hierro.
“Había degenerado en aquella Edad de hierro el ser humano”, decía ya Hesíodo en La Teogonía, pues la violencia se había instalado entre los hombres y La Justicia había emigrado al cielo. Pero el hierro, al calor del fuego, sería para otros lo que habría llevado al hombre a evolucionar, a fabricar herramientas que facilitarían su vida y lo convertirían en un ser racional. Y apareció Hefesto, el dios de la forja y del fuego, y proporcionó al hombre utensilios para trabajar, y lo dotó también de un conocimiento racional.
Pues sí, a pesar de que el Minero nunca llegue a ver el sol, las planchas de hierro que le dan forma están selladas al calor del fuego: el raciocinio, la sabiduría, la luz que ese “Quijote del subsuelo” busca ávido con su mirada y que alumbra el camino del Peregrino por la senda de la vida: la del Viajero de los senderos que se bifurcan, la de la Carabela que navega por el mar.
Desolado, así andaba llorando ese cerebro soñado por Rafael penando cualquiera sabe por qué razón. Quizá no logre aflorar a la superficie pues la cueva es demasiado honda. Tal vez no pueda regresar a Ítaca, el camino está lleno de obstáculos. Y así, aunque de hierro, las formas componen un rostro que no acaba de formarse, Ulises tiene la faz desdibujada y Gertrude Stein no se parece, se parecerá.
Lo revela el propio hierro, que agradece cualquier cambio en su fisionomía hasta hacer que un incontrolable frenesí brote del roce con su textura. “Y apareció el hierro para decirle al mármol y al bronce que estaba ahí, que tenía vida. Y me dio la inventiva necesaria para crear un guiador que hiciera a máquina una tapeta, pues lo que ves aquí -por extraño que 6 parezca- es una tapeta, y gracias al hierro evité tener que coserla a mano. Imagínate una chaqueta de cuadros, lo difícil que es lograr que al cortar sus partes y unirlas éstos casen bien, los de hilo y los de bies, los del bies y los del contra…”
Hace tiempo zarpó una desvalida nave de corteza de
árbol rumbo a un lugar de no se sabe dónde. Hela ahí ahora,
convertida en una imponente carabela que surca los mares del
Hacedor impulsada por la brisa que produce el golpe de una maza.