El Gran Debate, o el periodismo ante la censura
Anna Maria Iglesia
@AnnaMIglesia
En un artículo publicado en el Corriere della Sera en 1973 –Sfida ai dirigenti della televisione (Desafío a los directores de la televisión)- Pier Paolo Pasolini definía la televisión no como un simple “medio técnico”, sino como un “instrumento de poder”. A través de la televisión, decía por entonces Pasolini, no solamente pasan, para su posterior difusión, mensajes, sino que la propia televisión es “el centro elaborador de mensajes”. Las palabras de Pasolini no deben malinterpretarse; si bien es cierto que el escritor italiano no mostraba ningún ápice de condescencia hacia el medio televisivo, las palabras de Pasolini no deben considerarse como un ataque a la prensa, como una condenda a los medios de comunicación entendidos como instrumentos indispensables para la vehiculación libre e independiente de la información. La televisión -resultaría una impostura afirmar lo contrario- es un instrumento de poder, como también lo es la prensa escrita; desde sus orígenes en la Inglaterra del siglo XVIII, las diferentes publicaciones periodísticas fueron objeto de la desconfianza por parte del poder político. La conformación, tal y como indica Habermas, en el siglo XVIII de la esfera pública y, por tanto, de una opinión pública a través de The Spectator, magazine fundado por Joseph Addison, implicaba la conformación de un espacio de contra-poder: la esfera pública fue, desde sus inicios, el espacio de las confrontaciones ideológicas, el espacio que escapaba de la internvención y control estatal. La influencia de la prensa en la divulgación de las ideas y, por tanto, en la conformación de dicha esfera pública es innegable, sin embargo, la multiplicación de publicaciones, de tendencias y colores distintos, y la aparición de nuevos medios de comunicación –desde la radio hasta las redes sociales- han desintegrado la unidad de aquella primera opinión pública a la que se dirigía Addison. Los medios, más allá de su naturaleza, son productores de mensajes, mensajes que, sin embargo, son percibidos, reelaborados y, en muchas ocasiones, puestos en entredicho por los lectores y por la audiencia; considerar la prensa y la televisión como simples medios de manipulación implica desconsiderar la capacidad crítica y la autonomía intelectiva de la audiencia. La producción de mensajes, recurriendo una vez más a las palabras de Pasolini, no implica manipulación; la manipulación es la difusión de datos e informaciones no acordes con la realidad, la manipulación es el silencio sobre determinados hechos, el fomento de la desinformación o la construcción de mensajes o, mejor dicho, eslóganes tan artificialmente creados como carentes de todo referente real. Esto es manipulación y no producción de mensajes, esto es manipulación y no creación de una esfera pública en la que la opinión, lejos de ser unánime y homogénea, es plural y diversificada. En demasiadas ocasiones al poder político le ha gustado mezclar conceptos; si bien en la oposición todos se inclinan por unos medios de comunicación independientes, la conquista del poder borra de un solo golpe todos aquellos ideales de los que anteriormente se habían hecho abanderados. Silvio Berlusconi es un maestro en todo lo referente a los medios de comunicación: fundador de distintos canales de televisión –en 1974 creaba Telemilano, en 1978 Canale 5, en los ’80 se apropió de Italia 1 y Rete 4– y propietario de varias publicaciones de prensa escrita -en 1990 se convirtió en presidente del grupo Mondadori, editor entre otros de La Repubblica o l’Espresso-, Berlusconi jugó con las dos caras de la moneda, emprendendor mediàtico –la amplitud semántica del término es más que apropiada en casos como éstos- y político temorosos de aquello que los medios pudieran decir de él. Efectivamente, al ex –presidente italiano tampoco le tembló la mano –¡cuanto coraje reside en los corazones de nuestros dirigentes!- cuando en el 2002, a través del denominado Editto Bulgaro, obligaba a la RAI a prescindir de periodistas con mayúsculas como Enzo Biagi o Michele Santoro, cuya crítica resultaba incómoda. La historia se ha repetido también dentro de nuestras fronteras, pero lo curioso del caso es que quien amordaza olvida que, pasado el tiempo, ese poder que le fue asignado desaparecerá y, afortunadamente, también la posibilidad de amordazar. Aquellos que aquí no dudaron en eliminar de los medios públicos a periodistas que, por el propio hecho de ser periodistas, eran y debían ser críticos con el poder, deberían mirar más allá de la frontera y observar lo que hace apenas pocos días sucedió a Berlusconi, puesto no sólo en discusión sino también en ridículo por aquel periodista, Michele Santoro, al que años antes había amordazado. Santoro, juntamente al gran Marco Travaglio, no dudó en poner las cartas sobre la mesa, no dudó en rebatir las constantes falsas acusaciones del ex –presidente, para el cual un difamador profesional es todo aquel que divulga cualquier tipo de información en su contra. De la misma manera que Berlusconi desacreditó a los jueces acusándoles de mujeres feministas y comunistas, hace una semana, trataba de desacreditar a Travaglio con términos como “difamador y delincuente profesional”.
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Sólo ahora, una vez abandonando el poder, Berlusconi ha perdido la batalla en los medios; sin embargo, mientras tenía el poder, la historia era bien distinta. No se pide al partido que gobierna que aprenda conceptos tan básicos como ”libertad de expresión” o “democracia”, sino que aprenda que las posiciones cambian y cuando la mordaza ya no se puede poner, las verdades salen y la historia, afortunadamente termina descubriéndose. Nuestro gobierno, sin embargo, no aprende la lección y el pasado sábado no le tembló la mano –al menos no en esta ocasión- cuando decidió enviar un comunicado a El gran debate, programa presentado por Jordi González y Sandra Barneda, amenazando con emprender acciones legales a causa de las informaciones que se estaban vertiendo a lo largo del programa. “Me sorprende que la querella sea contra este programa y no contra El mundo”, afirmaba Ignacio Escolar poco después de que Jordi González hiciera público las intenciones del PP. La sorpresa de Escolar es más que obvia, sobre todo si se considera que, tal y como demostraba González, las informaciones aportadas por el programa se basaban en lo que había sido publicado por los periódicos El Mundo y El País; sin embargo, la cuestión no es ésta, la cuestión no radica en por qué el PP amenaza con emprender acciones legales hacia un determinado programa y no otro, sino en el hecho de que a través de estas amenazas el partido que gobierna pone en cuestión la libertad de expresión, atemoriza y amenaza para conseguir el silencio y la desinformación entorno al escándalo Bárcenas. El intento de justificar lo injustificable sosteniendo que la posible querella contra El gran debate se debe a la gran popularidad del programa aclara todavía más el propósito que se esconde detrás de este comunicado: fomentar la desinformación general, mantener en la ignorancia a una ciudadanía a la que, paradójicamente, parece no se tiene que rendir cuenta alguna. El gran debate es peligroso en cuanto tiene audiencia, en cuanto puede conformar una opinión pública crítica con el gobierno; silenciar un programa de debate político de este tipo equivale a querer manipular la opinión pública, es decir, construir una esfera pública cómoda para el poder donde solamente se vehiculan los discursos, las informaciones y las opiniones construidas y divulgadas por el propio poder. El intento de censura de la que se fuimos testigo el pasado sábado es, independientemente del programa, del medio y de los protagonistas del debate, un intento de censura al periodismo y un intento, muy poco disimulado, de controlar los medios de comunicación, convirtiendo el periodista en un portavoz. “El periodismo o es libre o es una farsa”, decía Rodolfo Walsh, escritor y periodista, víctima de la Junta Militar Argentina. Afortunadamente el escenario actual es bien diferente, sin embargo las palabras de Walsh deben servir, todavía hoy, para rescatar y dignificar la función del periodista, últimamente peligrosamente desprestigiada, y, sobre todo, para proteger, sea desde la sociedad civil sea desde el ámbito estatal, el periodismo –escrito, radiofónico o televisivo- como uno de los principales garantes del sistema democrático. El sábado noche, en El gran debate, así como en Al rojo vivo, no se estaba viviendo una farsa, se estaba ejercitando un periodismo libre que ponía entre las cuerdas al partido que gobierna, el mismo partido que no ha prestado atención cuando sábado tras sábado Sandra Barneda entrevistada a personas –no números- víctimas de los recortes, del paro y de los desahucios. Nadie intervino, la tragedia de los ciudadanos transcurre indiferente a un partido en constante alerta por las denuncias y las críticas que ensombrezcan, todavía más, su imagen, una imagen ya de por sí deslucida. “Hay que hacer presión y los periodistas tenemos que hacer presión”, decía Barneda, hace algunos días a lo largo de una entrevista; la presión debe hacerse y debe dejarse hacer. Fue en el siglo XVIII cuando el parlamento inglés contempló la libertad de expresión como uno de derecho invulnerable y, sin embargo, el pasado sábado nada parecía haberse aprendido de aquellos tres siglos que han transcurrido desde entonces. En su Carta abierta a la junta militar, Rodolfo Walsh no dudaba en proclamar que todas sus reflexiones “querían llegar a los miembros de esa Junta, sin esperanza de ser escuchado, con la certeza de ser perseguidos, pero fiel al compromiso que asumí hace mucho tiempo de dar testimonio en momentos difíciles”. Al asumir este mismo compromiso, Walsh, como muchos otros después de él, vio truncada la posibilidad de la palabra; la historia no puede repetirse y el periodista debe poder ser oído, la ciudadanía debe poder ser informada libremente sin el miedo de ser perseguidos.
Me parece que el debate o las opinion pública debe ser libre y el periodismo o solo un vehiculo y pone temas sobre la agenda pública que a veces no es la agenda politica pero los que les molesta es justamente eso, que la agenda politica pase por la opinión pública que es generalmente la que parte de los medios.