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Una hoja muerta cae sobre mi boca

Por Mario Cuenca Sandoval.

portada_islas_flotantes_10_cm_medIslas flotantes. Joyce Mansour. Traducción y postfacio de Antonio Ansón. Periférica, 2012, 114 páginas.

Hay narraciones que fluyen como un delirio consistente y sostenido en el tiempo, auténticas mareas de imágenes cuya espuma se prolonga mucho más allá del punto y final. Islas flotantes, editada por primera vez en España, es un ejemplar impecable de esta concepción de la novela, o de algo que va más allá de la novela, un dispositivo inclasificable de la inclasificable Joyce Mansour, nacida en Inglaterra en 1928 aunque procedente de una familia sefardita de El Cairo, para rizar aún más el rizo de su identidad étnica, escritora en lengua francesa, fallecida en París en 1986.

Pese a su integración en la corte de los surrealistas franceses de Breton, Joyce Mansour, de quien solo habíamos leído en castellano tres poemarios reunidos por Igitur, Gritos, Desgarraduras y Rapaces (2009), no puede ser tomada por una escritora surrealista pese a que el humus de que se alimenta su obra sea el mismo: las disquisiciones ero-tanáticas que fascinaron a los surrealistas de su generación, aunque apuntaladas sobre el análisis del vínculo entre sexualidad y muerte que Bataille estableció en su clásico de 1957 El erotismo, en cuyas primeras páginas el pensador de Billom ponía en valor esta cita de Sade: «No hay mejor medio para familiarizarse con la muerte que aliarla a una idea libertina».

Como acertadamente nos recuerda Antonio Ansón en su postfacio -merece la pena celebrar, de paso, la musicalidad y fluidez de la traducción-, cada época ha tenido su enfermedad, y cada enfermedad sus escritores (p. 114). Sus circunstancias vitales explican que Joyce Mansour, cuyo primer esposo falleció víctima del cáncer, dedicara sus Islas flotantes, segunda parte del díptico Histoires nocives de 1973, a la gran enfermedad contemporánea -«El cáncer está sujeto a la pesadilla por unas tenazas de cangrejo: (…) es, indudablemente, el hijo de la pesadilla, no el padre» (p. 90)-, desplegando una alucinada y onírica peripecia en un hospital de Ginebra que se convierte en una vorágine de sexo y escatología, todo ello envuelto en un lirismo que hurga en la carne y en el grotesco amontonamiento de los cuerpos.

Servida como un conjunto de asociaciones libres e imágenes de gran ferocidad que parecen talladas con las herramientas de la fiebre, Islas flotantes arranca con la visita de la protagonista a la clínica donde agoniza su padre y desemboca, por un túnel delirante de orina, heces y fluido seminal, en su propio ingreso hospitalario, dejando al lector con «la clara impresión de haber ascendido un escalón en el camino hacia la lucidez: el del asco» (p. 87). El conjunto compone un lienzo orgánico en que la sexualidad aparece como el último y paradójico hilo que comunica a los pacientes con la vida.

Los pacientes aparecen ordenados en varias categorías zoológicas, o incluso botánicas, entre las que descata la categoría de los «grandes enfermos», tendidos en sus camas, que un día serán trasladados a la Morgue, sobre los que la autora se pregunta «si son cuerpos del reino animal o del reino vegetal» (p. 43). Pero también están los que aún caminan, siempre con su miembro fuera de la bragueta, dispuestos a hacer el amor hasta las inmediaciones de la muerte. Los pacientes son islas preocupadas por su propio alivio en medio de la aflicción, cada enfermedad es una isla, y en cuanto a los médicos, a los que Mansour compara con tenistas profesionales, tan saludables y enérgicos, estos, «al igual que los dioses, no se compadecen de los soñadores» (p. 102).

En conjunto, la caracterización del centro médico como una enorme trituradora de miembros y órganos recuerda a la dantesca imagen que de los grandes centros de exclusión nos ofreciera Foucault en su Historia de la locura en la época clásica, los sifilocomios y las leproserías, depósitos de alienados en observación que obligan al interno a renunciar a su trato con el mundo, a des-prenderse (p. 65), único estado en que puede asumirse el ideal ascético, «la famosa renuncia a sí mismo prescrita con mayor o menor claridad por todas las religiones» (p. 65).

En resumen: un relato perturbador, de enorme tensión lírica, que nos confronta con la pregunta de cuáles son los últimos hilos que unen el cuerpo medicalizado con la vida. Sea bienvenida la narrativa de Joyce Mansour al ecosistema de nuestra lengua.

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