Memoria personal
Por Luis Borrás.
Las voces bajas. Manuel Rivas. Alfaguara. Madrid, 2012. 200 páginas.
Resulta muy fácil identificarse con una parte de este libro. Emocionarse con ella, caer seducido por la música de sus palabras, la lírica de su prosa. Es esa parte en la que Manuel Rivas cuenta y recuerda los años de su infancia. Su hermana y sus padres; sus abuelos y tíos; su familia. Cuando habla del «Paraíso inquieto»: «Conocí ese lugar de niño y en él crecí. Un paraíso donde los caballos de colores comían espinas. Un paraíso duro, con nombre de batalla. Era Castro de Elviña». Allí «donde el viento daba la vuelta» y su padre construyó con sus propias manos una casa. Hogar familiar con cocina de hierro y pozo del que nunca brotó agua. Un tiempo y lugar de caminos de tierra frente al mar, lavanderas, emigrantes y costureras ambulantes, martes de carnaval y día de difuntos; peña del cuco y castaño del souto. Todo eso que se ha quedado en el «departamento de grabaciones no autorizadas de la infancia», que compone la «Enigmática organización de lo inolvidable». Recuerdos y memoria que son «propiedad inmaterial» de «el libro de la vida». Y esa identificación resulta lógica porque todos tenemos una infancia, unos padres, una familia, un lugar. Y seguramente nuestros padres hayan muerto ya y el paisaje de nuestra infancia se haya perdido, transformado en algo muy distinto. «Ahora, en aquel espacio, hay esculturas inmóviles y una obsesión de césped municipal, el verde acrílico laminando los colores silvestres».
Y en ese recuerdo personal encontraremos a un padre poco hablador que era albañil y en su juventud tocaba el saxofón en las orquestas de baile de las verbenas; a una madre que hablaba sola y era lechera y ama de casa; unos padres diferentes e iguales a muchos de aquella generación, a los nuestros, de origen humilde y una vida de sacrificios y renuncias sin apenas recompensas; un vivir heroico sin más hazañas que las de trabajar y sobrevivir sin poderse permitir el caer enfermos, con la suerte pequeña y un silencioso pasar en voz baja y que ahora, desde la distancia y los recuerdos de Manuel, son un ejemplo de sencilla dignidad, un recuerdo personal compartido.
Y entre esa memoria encontraremos la prosa poética de Rivas: «El faro era la luz de un ser vivo. Despertaba en el crepúsculo, como un murmullo luminoso, y vivía de noche. La linterna del faro cosía lo de fuera y lo de dentro, la vigilia y el sueño. El mar infinito y las habitaciones angostas». Encontraremos relatos maravillosos -como “Las ruinas del cielo” y “La foto de familia”- compuestos casi siempre de varias historias en los que destacan siempre ese acento íntimo, de confidencia y exquisita nostalgia, y ese estilo poético que se incluye en la narración y subraya lo que se cuenta. Algo muy difícil de conseguir y que a Rivas le sale con naturalidad.
Y hay dentro de todos esos recuerdos dos maneras de reconstruir la memoria. Una es la autobiografía del niño redactada con las palabras del escritor reconstruyendo su pasado, haciendo hermosa literatura con él: «Habíamos dormido en casas campesinas, humildes, sintiendo el roce de las piedra al lado de la almohada, el correteo de los ratones, el extraño crujir de las camas transportando suspiros desde los cuartos matrimoniales, los pasos balbucientes de una anciano y el sonido de caracola del orinal en la noche, el saúco en lucha contra el viento en la ventana, el ir y el venir de las contraseñas centinelas de los perros». El recuerdo original del niño, seguramente más simple y tosco, que se convierte ahora en algo bruñido y brillante. El recuerdo así es como una vieja fotografía en blanco y negro restaurada, coloreada, que mejora el original. El escritor es el alquimista que convierte la alpaca en plata de ley.
Y la otra es la que se reconstruye con los testimonios ajenos; con lo que otros adultos le contaron al escritor para que hablara de cuando él era niño y no alcanza su memoria. Aportación que él mismo reconoce en los agradecimientos de la página final: «Las personas que me ayudaron a ver en otro tiempo, a rememorar». Es el vaso medio vacío de la memoria propia que se llena con recuerdos prestados y se convierte en un líquido uniforme y bien mezclado que ocupa todo el espacio.
Toda automemoria al hacerse pública es siempre selectiva, subjetiva, parcial. La de Manuel y la nuestra. Contaremos nuestra versión, lo que queremos que se sepa y callaremos lo que no; estará formada por prosa y poesía, recuerdos indemnes y mutilados, verdad y ficción. Y así debemos leerla. Porque como Manuel dice: «Escribí sin mirar las notas, siguiendo esa verdad inconfesable del periodismo que dice: «Si te olvidas, inventa. ¡Y acertarás!» Si inventas bien, claro».
Y esa memoria es la que se hace absolutamente personal cuando se hace ideología. Y aunque estoy seguro de que para los que sean –como Manuel- de izquierdas, esa será una parte con la que se identifiquen plenamente, a mi no deja de producirme cierta perplejidad. Supongo que es cuestión de edad y coincidencia. Cada uno es hijo de su época. Manuel nació en 1957 y yo diez años después. Diez años son muy poco, pero en este caso a mi me parecen un abismo. Para mí treinta y cuatro años de democracia han hecho vieja a la dictadura de Franco, historia en blanco y negro que no sirve para justificar políticamente el presente. Pasado personal y ajeno del que incompresiblemente presumir: Unión do pobo galego, Bandera Roja. Y mucho menos admisible me parece ese oxímoron –en su sentido literal- de la izquierda nacionalista, de patriotismo lingüístico en el que Rivas se incluye.