Lester Bangs: el hombre que meó sobre Graceland – II
Por Carlos Bouza.
«Lester Bangs: el hombre que meo sobre Graceland – I«
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5. Enemigo mío
Reed fue una obsesión persistente para Lester Bangs. Fiel a sus tomas de posición viscerales, y cuando la banda era vista poco menos que como una desviación monstruosa de la experiencia hippie, fue de los primeros en detectar que“la música moderna empieza con The Velvet Underground, y la influencia e implicación de lo que ellos hicieron parece que continuará para siempre”. Cuando salió su segundo álbum, White Light / White Heat (1968), que sonaba como si todos los esfuerzos del grupo pareciesen encaminados a aniquilarse los unos a los otros, Lester entendió que su sueño al fin se había hecho realidad: la baraja del rock’n’roll se había roto, y éste volvía hacia la expresión emocional pura. Entusiasmado, dejó constancia de ello al escribir que el disco era “uno de los pivotes en el camino hacia la liberación tonal y rítmica” del rock, y una puerta abierta hacia “un nuevo lenguaje de abstracción electrónica”.
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Cuando Velvet Underground eran ya historia, y Lou Reed se lanzó hacia esa aventura en solitario llena de meandros que hoy conocemos (nuestro protagonista sólo alcanzaría a ver editada su obra hasta The Blue Mask, de 1982), siguió apoyándole incondicionalmente. Cuando el neoyorquino lanzó Metal Machine Music(1975), un gigantesco amasijo de ruido sin dirección aparente, Bangs creyó arder: “Estuve escuchándolo todo el día y a lo largo de una fiesta que duró toda la noche (…) en el transcurso de la cual destrocé la mitad de mi colección de discos”.Convertido en su Pigmalión oficioso, el crítico se empeñó en placar cada movimiento en falso del artista, intentando que conservara intacta su natural tendencia a las obras inconformistas. De algún modo, creí haberse ganado el derecho a marcar sus pasos, pues nadie más a su alrededor parecía haber entendido la rara belleza que se deslizaba bajo discos tan devastadores como Berlin (1973). Reed, sin embargo, optó en un momento dado por tomar definitivamente la senda de la sofisticación neoyorquina, las obras templadas y las lisonjas del estrellato, además de cultivar su imagen pública de genio malhumorado.
Lo que siguió, obviamente, fueron páginas de fuego cruzado entre el mentor oficioso, incapaz de contener su decepción, y el músico irascible poco propenso a rendir cuentas. Lester dictó sentencia: “Lou Reed es el tío que le dio dignidad, poesía y rock’n’roll al caballo, al speed, a la homosexualidad, al sadomasoquismo, al asesinato, a la misoginia, a la pasividad balbuceante y al suicidio, para luego renegar de todos sus logros y regresar al fango, convirtiéndolo todo en un chiste malo”.
Reed incrustaría su último clavo en la tumba de Lester en 2008, durante una rueda de prensa en el Tribeca Film Festival de Nueva York. Primero, una pregunta al parecer inoportuna de un periodista, aludiendo directamente al crítico innombrable. Después, el clavo de Lou Reed: “¿Quién es Lester Bangs?”.
6. El hombre que meó sobre Graceland
En el nutrido anecdotario de Lester Bangs, hay muchos actos que podemos entender como trastadas simbólicas. Gestos viscerales que lo dicen todo sobre su relación contradictoria y excesiva con el rock’n’roll. Recordemos dos de las más significativas.
Durante una calurosa noche de verano de 1974, Lester fue desafiado en los camerinos de la J.Geils Band, el grupo bostoniano de hard-rock, a subir al escenario con ellos y participar en uno de los bises. Bangs se presentaría ante la audiencia armado con su máquina de escribir, ejecutando un disparatado acompañamiento instrumental: una crónica del concierto en tiempo real, tecleada sobre las tablas y por debajo de la canción “Give It To Me”, un animado broche con reminiscencias reggae.
Comenzó mecanografiando, impasible ante el disparate (o contribuyendo flemático al multitudinario disparate macho-rock de la banda de John Geils), pulsando las teclas sobre el ritmo, y terminó aporreándolas anárquicamente en un arrebato free. Después lanzó la máquina contra el suelo, saltó sobre ella varias veces hasta reventarla e hizo mutis por el escenario como una especie de Pete Townshed gonzo. El nombre de la crónica, recogida en la colección Psychotic Reactions And Carburetor Dung (con selecciones de su amigo y colega Greil Marcus) se titula “Mi noche de éxtasis con la J. Geils Band”.
La otra gran anécdota tiene como protagonista al mito-de-Elvis-Presley. Conviene recordar que Lester escribió uno de los textos cortos más agudos y penetrantes sobre el intérprete de Tupelo en “¿Dónde estabas cuando murió Elvis?”, en donde indaga de forma brillante (y en apenas cinco páginas) en los claroscuros de “la última de nuestras estrellas en ser mutilada públicamente”:
“(…) me resulta un poco difícil ver a Elvis como una figura trágica; lo veo más bien como el Pentágono, una gigantesca institución blindada de la que nadie sabe nada, excepto que su poder es legendario (…) En cierto modo, no sólo puede ser visto como un fenómeno que estalló en los cincuenta para ayudar a dar forma a la liberación psíquica de los sesenta, sino, en última instancia, como la perfecta expresión cultural de todo lo que significó la era Nixon”.
Pues bien; la siguiente escena (1973) sitúa a nuestro hombre en Memphis, Tennessee, en el marco de La Primera Convención Anual De La Asociación Nacional De Críticos de Rock. Esto es, una excusa para reunir durante tres días a algunos de los periodistas musicales más influyentes (y juerguistas) de publicaciones como “Creem” o “Rolling Stone”, con dietas pagadas por Ardent, filial del soulero sello Stax. Completada por colegas decanos como Nick Tosches, Richard Meltzer y un adolescente Cameron Crowe, la expedición rehúye las actividades programadas en la hoja de ruta (entre ellas, promocionar a la banda local Big Star) y se desvía a Graceland, la suntuosa mansión de Elvis. Una vez allí, reclaman sin éxito ser atendidos por el cantante, y Lester, en su definitivo acto de desmitificación, se baja los pantalones y descarga una simbólica meada en la puerta principal de la residencia.
7. Rock’n’Roll suicide
En 1995, Nick Hornby publicó Alta Fidelidad, una novela que, según sus propias palabras, “trataba de un chico cuya devoción por el rock and roll ha malogrado y estropeado su vida de diversos modos”. El protagonista no era Lester Bangs, pero Lester podría haber encarnado perfectamente una versión extrema de Rob Gordon, el personaje real.
Mientras que algunos de sus coetáneos consiguieron mudar de piel, encontrar nuevas formas de expresión o mantenerse erguidos y activos en su pasión común, Lester se quedó en el camino. Murió el 30 de abril de 1982, en su apartamento de Nueva York, como consecuencia de una combinación letal de medicamentos que incluían Valium y Darvon, mientras que en su tocadiscos, en una especie de gran broma final, sonaba el pop sintetizado de la banda inglesa Human League.
Tenía 33 años y, al parecer, él también quería mudar de piel: irse a Méjico, y retomar la escritura de una novela que, según había confesado a Jim De Rogatis, su biógrafo, “no iba a tener nada que ver con la música”.
Pero cuando uno abre Psychotic Reactions And Carburetor Dung, lo primero que se encuentra es una carta póstuma de Lester dirigida a Dave Marsh, otro nombre asociado a las páginas de Creem y Rolling Stone. Una llamada desesperada en la que Bangs se imagina escribiendo desde una nube:
“(…) Todo el talento va directo al infierno. Todo (…) Yo no hago más que rellenar mi solicitud de admisión al infierno cada seis meses, y siempre me la rechazan diciendo que tengo UN CORAZÓN DEMASIADO BUENO. ¿Puedes hacerme el favor de escribirles y decirles que corrijan ese error? Cuéntales lo cabrón que puedo llegar a ser cuando me apetece (…) Conocí a Dios tan pronto llegué. Le pregunté por qué. Ya sabes: si es porque tengo 33 años y todo eso. Y todo lo que dijo fue: “MTV”. No quería que experimentase eso, sea lo que sea (…) Me tengo que largar. Literalmente. Se acerca otro puñado de vejestorios. Tocando “Stairway To Heaven”, por supuesto. El puto himno nacional de este poblacho (…) Creeme, Dave, Detroit era el cielo. ¿Quién se lo hubiera imaginado? Eternamente tuyo, Bangs.”
En realidad, uno desearía recordarle con una de sus vibrantes sentencias, con palabras vivas. Un aviso a navegantes, cayendo a plomo en su plena vigencia: “El estilo es originalidad; la moda, fascismo. Las dos serán eternamente opuestas”.