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Patty y los vampiros

 

Por Rubén Sánchez Trigos.

 

Se ha ido Patty Shepard, y no lo ha hecho con el premeditado mutis de un fundido a negro, sino con el contundente sabor a corte que dejan los ataques al corazón. Habrá quien afirme que ya se había marchado hacía muchos años, pues pertenecía a esa casta de actores (los que trabajan por convicción profesional, no para dorarse la piel con la luz de los focos de una hipotética alfombra roja) que, en un momento determinado, creen entender que su tiempo ya ha pasado, ignorando, quizás, que para un número nada desdeñable de aficionados, el cine no es más que un presente continuo.

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Patty Shepard

Supongo que habrá tantas Pattys como espectadores quieran recordarla (o más bien, rastrearla entre los innumerables secundarios que encarnó): la Patty vulnerable y resuelta de euro-thrillers como Lucky el intrépido (1967) o Sharon vestida de rojo (1968); la Patty deseada y deseable de Las panteras se comen a los ricos (1969), o la Patty etérea y fantasmal de ‘La renta espectral’, episodio que adaptaba a Henry James en esa serie a reivindicar que fue El quinto jinete (1975-76). Para quien firma este texto, en cambio, Patty Shepard será siempre un par de ojos turquesa (¿o eran azules?) acercándose a nosotros con el lánguido transitar de la cámara lenta, mostrando una sonrisa afilada y tiñéndose al fin de rojo antes de sumirnos para siempre en el eterno limbo de los no-muertos. Siento ser tan poco original, pero Patty, es cierto, tocó el cielo del fantaterror cuando encarnó a la Condesa Wandesa Dárvula de Nadasdy junto a Paul Naschy en la película que, posiblemente, engrasó de forma definitiva los motores de la edad de oro de este subgénero: La noche de Walpurgis (1971).

Y sin embargo, si tengo que quedarme con una película suya, prefiero La tumba de la isla maldita (1973), donde, de reina de los vampiros, pasó a víctima de estos sin que por ello se atisbase el menor indicio de degradación. Más atmosférica y mejor realizada de lo que se estilaba entonces en este tipo de productos, la película supone, probablemente, una metáfora atinada de la naturaleza dual de la misma Patty Shepard: para empezar, es una co-producción España-Estados Unidos, como la propia Patty, que nació en Greenville, Carolina del Sur, y a los dieciocho años pisó suelo español junto a su padre, militar de la Fuerza Aérea de Estados Unidos destinado a la base de Torrejón, para nunca más abandonar este país. Ambas (película y actriz) han quedado más o menos diluidas en la basta, bastísima producción de esos años, pero ambas, en fin, supieron brillar con luz propia. La luz de lo que se defiende por sí mismo. Con razón se la consideraba nuestra Bárbara Steele, aunque tenía también algo de la primera Diane Keaton. Como Bárbara, Patty también podía ser dulce e infausta, cálida y distante. Y como ocurría con la italiana en La máscara del demonio (1960), nunca la resurrección de un monstruo supuso una fuente de regocijo tan grande para los espectadores masculinos (y puede también que femeninos) que la contemplaban. Muchos dormiremos con la ventana abierta y el pijama desabrochado a la altura del cuello a partir de ahora. Por si a la Condesa Wandesa le da por volver.

 

Rubén Sánchez Trigos es profesor de cine en U-Tad, Centro Universitario y Tecnología de Arte Digital, e investigador en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos. Especializado en cine y literatura fantástica, sus cuentos han aparecido en diversas antologías. Su primera novela es Los huéspedes (Finalista Premio Drakul), un thriller de terror en un ambiente urbano.

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