Fugitiva ciudad
Manuel Rico
Por Ariadna G. García
Los poetas posan la mirada sobre el pasado con una de estas dos intenciones: denunciar lejanos acontecimientos personales e históricos (Antonio Crespo en Elegía en Portbou), o revivir un tiempo ido con actitud nostálgica. El nuevo poemario de Manuel Rico nos ofrece textos representativos de ambas opciones, si bien predomina el recuerdo melancólico de unas vivencias, de unos espacios y de una edad que hace ya tiempo dejaron de existir en el mundo y sólo encuentran cobijo en la memoria. Fugitiva ciudad, en cierto modo, tiene alma de museo, entendido éste en el sentido que le otorga D. J. Salinger en su novela inmortal: “hay cosas que no deberían cambiar, hay cosas que uno debería poder meter en una de esas vitrinas de cristal y dejarlas allí tranquilas” (El guardián entre el centeno). Lamentablemente, ni los lugares permanecen ni tampoco uno mismo, la realidad se modifica año tras año; de ahí la necesidad, el deseo de retención del mundo a través de la palabra escrita. En ocasiones, ese esfuerzo logra emocionarnos cuando el sujeto lírico enfrenta su voz, preñada de escenas, a las voces de quienes anuncian la muerte (física y verbal) de un espacio común, es el caso del intenso poema El barrio que fue mío: “Dicen que ya no existe, mienten/…/ Existe aquí, se crea y vive con la letra/ que atañe al corazón y a veces lo equivoca”. No obstante, en otros casos, los poemas se convierten en meros callejeros urbanos donde abunda la deixis espacial (Callao, Quintana, Noviciado, Moncloa…) pero no la capacidad connotativa de los textos. Esta urbe de urbes que es Fugitiva ciudad gana puntos cuando deja a un lado nombres de barrios, bares o cines, marcas de colonia o licores, y evoca sentimientos con símbolos e imágenes. Entre estos poemas destaca el bello y corrosivo Escucho una canción de 1976, donde Rico dibuja el retrato conmovedor “de un niño envejecido/ como el cartón mojado que/ sucio, ya inservible, descansa a la intemperie/ y sueña más de lo previsto”. Estas estampas salen siempre de una atmósfera cargada de humo, niebla y lluvia, pues la memoria (por su propia naturaleza) sólo recupera fantasmas, objetos inconcretos, velados y carentes de nitidez.
Pocos son los poemas de denuncia explícita en Fugitiva ciudad. Pero los hay. A veces el sujeto que enuncia se exalta, desgarrado por la impotencia: “Sin osamentas/ ni cadáveres, sin placas que indiquen/ el lugar de la noche,/ en el aire se respira el temblor/ de quienes vivieron poco y sufrieron lo indecible/ junto a los muros de la desvergüenza” (Campos de trabajo. Sierra norte de Madrid). En otras ocasiones, dicho sujeto se remansa y a media voz critica con buen tino, no exento de ironía, a sus contemporáneos: “seres que viven/ en absurdos polígonos de bloques polvorientos” –Hipermercados–, que “ya no leen./ Ni libro ni diario./ Sólo folletos que les sirven maravillas en rebajas:/ muebles de jardín, jacuzzis, cine a domicilio,/ jabones y champús” y que invierten sus horas de ocio en el “templo del siglo: el centro comercial” –Junto a una exposición de Munch).
Fugitiva ciudad complacerá a los lectores huérfanos del siglo pasado y a cuantos sostengan que esta sociedad consumista necesita una revisión urgente.
Buena Nota de un buen poemario.