Juegos sucios (So dirty games…)
Por Carmen Garrido
Un buen actor debería ser capaz de actuar con la nuca
Alex Cleave, en Antigua Luz, de J. Banville
Llegué a Budapest un día de verano de 2005. Aparte de las volutas de humo que habitaban el hall del hotel donde me hospedé –a las espaldas de la Nyugati– recuerdo de aquel día una imagen y un paseo, que se traspapelaron en mi memoria hasta la noche en que me encontré con Mamet, Mira y Wagener en la Sala Pequeña del Teatro Español. Tal vez porque la lluvia en Buda es dura y asfixiante –y engorda aún más la sensación de soledad–, puse la televisión al llegar a la habitación y me encontré, frente a frente, con la mirada torva de Arno Frisch, el maquiavélico Paul de Funny Games. Recordaba vagamente la película de Haneke. La lluvia amainó al tiempo que una de las protagonistas, Anna, era arrojada al lago, así que abandoné el hotel fantasma para alejar de la cabeza los espectros que se habían amontonado en ella, resultado del genocidio a pequeña escala recién visto y del aire irrespirable de mi buhardilla. Lo que me impactó de aquel primer recorrido no fueron las calles sin gente, los escaparates llenos de vestidos de lencería estilo años 50, los edificios decaídos y torpes, los olores que salían de las iglesias que competían en súbditos con el agonizante comunismo. Lo que me impactó es que ellas estaban en todas partes. Ellas, las matrioshkas. En escaparates, miradores, balconadas, casas desvencijadas y en alquiler. En una vivienda polvorienta cercana a la avenida Váci, donde los años se habían relajado a su placer, sobrevivía una gran muñeca rusa, portera de día y noche de ojos espantados, detrás de una ventana con graffitis en contra de la UE. Pareciera que también hubiera visto los Juegos Sucios de Haneke. El colmo de la fiesta fue la llegada a la calle Andrassy, donde las muñecas nacían como champiñones, rubicundas y felices, como recuerdo de otra época, al lado de las tiendas de Gucci, MiuMiu y Lauder. Compré una pequeña –los precios por la inflación estaban disparados– que durmió bastante tiempo encima de un chifornier. Ella guardaba dentro más intenciones y más secretos de los que su trajecito de madre rusa podía revelar. Ella tenía la misma cara de loquita que Peter y Paul, made in Haneke. Debajo de la pátina de madera llena de buenas intenciones, su útero se llenaba de cinco superpuestas mentiras. Aquel día neblinoso y angustiante volvió mientras las soberbias Magüi Mira y Ana Wagener medían sus fuerzas sobre las tablas. Tampoco en sus alter ego, Cathy y Ann, nada es lo que parece. Trasunto de película austríaca.
Si las matrioshkas rusas crecieran, con caritas de niños de papá, y se pusieran en las dermis estadounidenses (todo es posible, ahora se fabrican con las caras de Putin y Obama) de dos mujeres llamadas Cathy y Ann (antigua anarquista y presa decana de la cárcel la primera; carcelera del centro la segunda), las madrecitas no podrían estar más a gusto. David Mamet, el Pulitzer maestro de los disfraces, idea a las “maniquíes” protagonistas de La anarquista a su antojo, dos mujeres confeccionadas amorosamente en el cerebro del dramaturgo de Illinois para quererse y odiarse, para jugar suciamente entre ellas y con el espectador. Al fin y al cabo, el autor de American Buffalo y Oleanna juega con nosotros y se ríe de los bien planteados valores del espectador, que se desmoronan a medida que avanza el enfrentamiento entre Cathy y Ann. Mujeres extraordinariamente listas, amantes de la mentira y los extremismos, dos liantas aguerridas cuya mayor distracción consiste en eliminar a la reina de la partida de ajedrez carcelaria. Su lucha es una cuestión de poder. Sólo una puede quedar viva o, lo que es lo mismo, en libertad. El propio Mamet (ese marionetista en la distancia) dirige la versión estadounidense de la obra, que se estrenó en el Rialto de Broadway (con Patti Lupone y Debra Winger como protagonistas) el día 4 de diciembre, al mismo tiempo que en el Español de Madrid.
Al aparecer en escena, Cathy (papel que parece pensado para la talla actoral de Magüi Mira) se nos presenta como mujer ajada, cansada del tedio de una cárcel en la que todo le es conocido, hastiada de los interminables procesos de revisión de su condena, que nunca ha conseguido conmutar a pesar de llevar 35 años pagando el asesinato de dos policías. La presencia de las familias de aquellos agentes de la ley aparecen como fantasmas inoportunos a lo largo de la obra, sentadas en la antesala del despacho de la carcelera Ann, esperando el veredicto de ésta sobre la posible puesta en libertad de la antigua terrorista. Cathy se ha redimido de sus pecados del pasado: del adoctrinamiento sobre las bondades de la violencia a los jóvenes en los campamentos anarquistas argelinos; de su adoración por el líder del movimiento; de su posterior relación con una de las compañeras de armas; de su conversión en “catedrática” cum laude de la cárcel, enseñando el camino correcto que recorrer en la “trena” a cambio de favores sexuales… Cathy, aparentemente, se ha convertido en otra mujer gracias a la fe cristiana, gracias al Dios que ha descubierto en las enseñanzas bíblicas. Aparentemente, ella se ha perdonado, ha olvidado su antigua fe en la imposición doctrinal a través de las armas y se ha convertido en una mujer dulce, tranquila, zen incluso. Cathy anhela ser libre, publicar el libro de memorias que ha escrito, visitar a su padre agonizante, gozar de la vida y de una reinserción social para la que el Estado cree que no está preparada.
El Estado es Ann. Es la déspota ilustrada, la designada por los Altísimos Poderes Ejecutivos y Judiciales para guiar a un pueblo lleno de ovejas descarriadas. Su misión es velar para que los ciudadanos duerman tranquilos cada noche sin que presencias como la de Cathy vuelvan a inquietarlos. Ann, en su obsesión por servir al Estado, ha perdido a su marido, a su hija y cualquier resquicio de independencia vital. Es el último “acto de servicio” que debe realizar antes de ser trasladada a otra cárcel, y ese acto es la guinda de un pastel –la autenticidad de la conversión cristiana de Cathy– que deseaba devorar hace mucho tiempo. Como en toda la obra de Mamet, no hay más acción que la de un diálogo-interrogatorio espléndido entre las dos mujeres, lleno de momentos cumbres, de giros inesperados, de luces y sombras en las que la fe (al final, la gran cuestión central junto con el poder) del espectador en la reinserción social de Cathy se ve alimentada de continuo para virar salvajemente al final. La inconstancia del ser humano respecto a los principios aprehendidos es una cuestión capital que las brillantes actuaciones de Mira y Wagener nos ponen en bandeja. ¿Somos tan leales como Cathy y Ann a aquello en lo que creemos firmemente o, a cambio de alguna prebenda, nos dejaríamos tentar? Porque se puede acusar a las dos de ser extremistas y fanáticas, pero nunca de falta de lealtad a sus creencias. Ann, al poder sanador del Estado; Cathy, a la violencia como expresión de la lucha de clases. Ambas posturas son deleznables, claro está: ni la que aboga por la reinserción social cree en ella ni la modélica presa ha hecho uso del perdón para arrepentirse de crímenes execrables. Sin embargo, en sus posturas, como se dilucida al final de la obra, no existen ambages.
Todo lo que hemos visto durante 1 hora y 20 minutos es puro teatro, porque Ann y Cathy son grandes, grandísimas actrices, que guardan en su interior tres, cinco, siete matrioshkas. Seguramente, sus muñecas interiores irán vestidas de miedos, inseguridades, deseos sexuales no saciados, pudores, anhelos de libertad. Pero nunca, nunca ofrecerán al público su “peor parte”. Sólo lucirán aquella en las que actúan como prima donna: la sonrosada cara de la ideología que una ama, la máscara del poder omnímodo que administra la otra. Todo por la patria, la personal, la de cada una. El caso es que cuando la obra termina, el espectador, gracias al excelente trabajo del tándem Mira-Wagener, detesta a las dos mujeres y a sus particulares histerias (conceptualizada como “neurosis”). Sin embargo, ellas dejan en el aire una reflexión ineludible: en estos tiempos, en que la convicciones giran como veletas en función del dinero o del prestigio, encontrar dos lealtades que no se muevan o no viren en función de los dólares o el bienestar personal es, cuanto menos, sorprendente.
Una última advertencia. Lo he dicho al principio de esta crítica y por eso la he titulado así. Nunca sabes qué piensan de ti las matrioshkas. Pero sí debes saber que ellas están jugando contigo, de forma sucia. Enmaderadas y protectoras de sus úteros las zarinas se reirán del espectador, que, guiado por su buena fe, abominará del Homo Homini Lupus y creerá en la bondad innata de Cathy y Ann. Cuidado, son dos contumaces actrices. Avisados quedan. El escenario no tiene Fendis ni Saint Laurents, pero se parece bastante a la vieja Andrassy donde las ancianas muñecas aquineas se ríen del turista que las acaricia, tratando como peluches a estas antiguas damas del mal. El escenario no es una confortable casa de familia de clase alta, pero Cathy y Ann podrían pasar por los arteros niños de Funny Games, haciendo todo lo posible para liarnos, a favor de ellas, a favor de sus juegos macabros.
La anarquista
Autor: David Mamet
Dirección: José Pascual
Versión: José Pascual
Reparto: Magüi Mira; Ana Wagener
Lugar: Sala Pequeña del Teatro Español
Fecha: Hasta el 27 de enero. De martes a sábado, 20.30 horas. Domingo, 19.30 horas.
Fotos: Prensa de Teatro Español