'El perdío'
Por VÍCTOR F. CORREAS. Me la contaron tal cual hace unos años. Una historia real, tan real como la vida misma. Por razones que me reservo, omito el lugar donde aconteció y quién fue su protagonista. Sólo haré referencia al apodo con el que desde entonces se conoce a su protagonista, ‘El perdío‘. Quien quiera creerla, que lo haga; y quien no, también. Cada cual es libre de hacerlo. Por mi parte, quien me contó lo que voy a relatar a continuación estuvo allí. Lo vivió. Suficiente para creerlo.
Anochece. Las tinieblas adormecen el caserío, que se desparrama ladera abajo, resguardado por un monte cubierto de olivos en sus estribaciones, y por robles y matorral conforme se asciende a su cima. Las escasas farolas apenas iluminan las solitarias calles por las que corren, briosos, fríos regueros de agua. Una brisa fresca, más de lo normal para ser finales de verano, se adueña del entorno. El día ha sido benigno, apenas sin nubes en el cielo, ahora cuajado de estrellas.
Un grupo de niños juega en los arrabales del pueblo. La noche empieza a correr. Las campanadas de la torre de la iglesia marcan una hora ya demasiado tardía. Suenan voces que los reclaman. Los niños remolonean. Las voces los apremian y todos, salvo unos cuantos, deciden regresar. Dos o tres, la luz es escasa para saberlo con certeza, aún aguantan; quieren terminar el juego. Llevan más de una hora enzarzados en un pilla-pilla que no tiene fin. Ni sus ganas. Corren por las últimas calles del pueblo, se internan por los primeros olivos plantados sobre bancales que descienden en cascada hasta ser engullidos por la oscuridad. Cuando esto ocurre, se guían por la luz, escasa, de una farola que ilumina la entrada del pueblo. A partir de ahí, como si de un negro telón se tratara, la oscuridad lo devora todo. Los niños abusan de sus inagotables fuerzas en carreras que, en algunos casos, dan con sus huesos en el polvoriento suelo, si tienen suerte, o en el empedrado de las calles. Más de uno regresará aquella noche con heridas a su casa.
De nuevo voces, las últimas. Los reclaman con insistencia. Los gritos secos, casi furiosos, son demasiado convincentes. Regresan con el miedo en sus caras por el castigo que les pueda caer. Algún ¡ay! lastimero resuena en la calle antes de que entren en casa. Sin embargo, un último queda rezagado. Le cuesta adivinar el camino de vuelta al pueblo. Ha ido demasiado lejos en su afán por no ser encontrado por sus compañeros de juego. Mira a todos lados y sólo ve oscuridad, estrellas en el cielo y una lúgubre sensación que se acrecienta con el paso de los minutos: está perdido. Trata de desandar el camino que lo conduzca al pueblo, pero no lo encuentra. Pisa tierra, recorre senderos y aparta con los pies zarzas y matorrales que dificultan su caminar. Gira los ojos, nervioso; sólo ve troncos retorcidos de olivos y oscuridad. Y una soledad sólo rota por el canto de un mochuelo. Los nervios se han transformado en un sollozo que, en nada, se convertirá en un llanto sin consuelo. Está perdido.
Sin saberlo, en el pueblo ya se ha formado un grupo de personas que sale a su encuentro. Sus amigos no saben dónde está. Creen, intuyen, quizá, pero no lo saben. Armados con linternas, familiares y amigos baten los alrededores del pueblo sin éxito. Gritan su nombre sin más respuesta que un eco frío. No se rinden. Redoblan los esfuerzos y se internan más allá de los olivares y tierras de labranza que rodean el pueblo. El eco de su nombre se pierde en el lóbrego silencio. El frío no los detiene en su afán, que decae por la falta de éxito. No lejos de ellos, en un rincón de la profunda foresta, el niño se rinde y se acurruca junto a un árbol donde se queda dormido. Encoge las piernas, entelerido, y se deja vencer por el sueño a la espera de que llegue el día y encuentre el camino para regresar al pueblo. En sus sueños, se imagina en sus calles junto a sus amigos. Miles de estrellas brillan en el cielo, pero no le transmiten calor y sí un frío que cala hasta sus huesos. Se levanta el cuello de la camisa y rodea su tronco con los brazos en busca de ese calor que tanto ansía. La partida de hombres prosigue la infructuosa búsqueda. No lo encuentran. Y hace demasiado frío ya. Incluso alguno duda de que sea capaz de aguantarlo. Lo conocen. Sabe cómo es. De pronto, en su gélido cobijo, el niño se sobresalta. Una luz intensa le desvela. Levanta los ojos y parpadea. Cree que es el sol; un disco poderoso, de intensa luz le ciega por un instante. Abre los ojos; ni rastro del sol. Pero la luz es cálida, muy cálida. Y al poco de verla, se dueme complacido.
Amanece cuando el grupo, muy disgregado, pregona su nombre con idéntico ímpetu que en horas anteriores. El niño oye el rumor de las voces, como entre sueños. Pero no lo son. Abre los ojos. La oscuridad ha desaparecido. Y responde al sentirlas cercanas. Los hombres acuden en tropel, unos acertadamente y otros con el rumbo equivocado. Uno de sus tíos lo levanta del suelo y lo abraza entre lloros. Le pregunta si se desorientó, cómo pudo ocurrir y si ha tenido miedo y frío. El niño sonríe. Una sonrisa que deja helados a todos. Dice que sí, que ha tenido miedo. Mucho miedo. Y frío. Mucho frío. Hasta que apareció una señora joven, de bello rostro y blanco vestido. La señora le acarició la cabeza en varias ocasiones y le pidió que no tuviera miedo. Antes de que se durmiera sintió cómo lo tapaba con una manta y se quedaba a su lado, susurrándole que no le pasaría nada y que, a la mañana siguiente, regresaría de nuevo al pueblo.
Los hombres se miran desconcertados. No hay rastro de la mujer ni de la manta. Pero el niño no tiene frío. Su cara irradia felicidad y una calma que desconcierta a todos. Al fin y al cabo, lo han encontrado y regresan con él a pueblo. Regresan con ‘El Perdío’.