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Entrevista a Ricardo Menéndez Salmón por «Medusa»

 

Por Benito Garrido.

 

Ricardo Menéndez Salmón es uno de los escritores más comprometidos y audaces del panorama literario actual. Sus libros, compendio de buena literatura, no beben de ninguna corriente temática marcada por las oscilaciones del mercado editorial. Son únicos. Tras la aclamada Trilogía del mal —que incluye las novelas La ofensa (2007), Derrumbe (2008) y El corrector (2009)— y La luz es más antigua que el amor (2010), ahora vuelve a tratar el mal en Medusa (Editorial Seix-Barral, 2012), su última novela.

 

Portada de "Medusa".
Portada de Medusa.

Medusa. Ricardo Menéndez Salmón. Editorial Seix-Barral, 2012. 160 páginas.  17,50 €

 

A Prohaska le fascinan las imágenes desde niño. A ellas dedicará su vida, como cineasta, fotógrafo y pintor. Un artista muy singular, un hombre paradójico del que no se conserva una sola imagen, pero que sin embargo parece haberlo visto todo, hasta el final. Siguiendo su ficticia biografía durante el pasado siglo, asistimos a algunos de los capítulos más crudos de la barbarie humana. Trabajando para el régimen nazi, Prohaska se dedica a reflejar con una asepsia total de sentimientos, la crueldad y la degradación. La actitud de este artista multidisciplinar ante su obra plantea dos preguntas incómodas: la primera, si se puede vivir sin ideología; la segunda, si se puede mirar con impunidad. Si en La luz es más antigua que el amor el autor nos hablaba del aspecto consolador del arte, en Medusa nos habla del carácter ambiguo, problemático y a menudo perverso de la experiencia estética.

 

Entrevista:

 

P.- Prohaska, un hombre al que fascinan las imágenes, que no puede dejar de grabar, pintar o fotografiar todo lo que ve… Pero todo lo que ve es pura maldad. ¿Cómo surge la idea de hablar sobre atracción que el hombre siente por el mal?

Porque es un tema tan antiguo como la pregunta por nuestra condición. La maldad es el asunto más contaminante y universal que existe. Existen pueblos ágrafos o que no conocen ciertos números, pero no existen pueblos que, en sus relatos y mitos, no reflexionen sobre el hecho objetivo, encarnado, insoslayable de la maldad. De hecho, ante ella es imposible no experimentar ese doble movimiento de fascinación y repulsión del que Medusa habla. Un problema que ya aparecía tanto en La ofensa como, sobre todo, en Derrumbe. Si la literatura posee mucho de expediente acerca de la naturaleza humana, este es un debate que no puede obviar.

 

P.- ¿Es Prohaska tan cruel y asesino como los nazis que graba en esos macabros actos?

Ignorar los desmanes pasados suele ser el medio perfecto para que la humanidad se encuentre en el camino de repetir desastres parecidos. En ese sentido, y esa es la pregunta que conmueve al biógrafo y narrador de la novela, Prohaska puede ser tanto un cómplice del terror como un revelador de lo inicuo de todo poder. Lo que aquí se debate, en el fondo, es el estatuto ético que la representación posee como instrumento de conocimiento y de denuncia, pero también como reduplicación del horror, como galería de monstruosidades.

 

P.- ¿Se puede vivir como el protagonista: recreando los horrores que ve sin que lleguen a afectarle? ¿Crees que es humanamente posible?

No estoy tan seguro de que a Prohaska no le afecte lo que ve. Ningún hombre puede dejar de ser hombre, y Prohaska, al final del libro, confiesa que la visión de Taro, el niño japonés, supone un punto de no retorno. Después está la desdicha de sus relaciones personales, todo ese capital de dolor que arrastra desde su nacimiento hasta su muerte, y que en buena medida se alimenta del clima de lo que sus ojos han visto. Para que el mundo no nos perturbe, habría que ser un alma bella como las que imagina Kant o un dios epicúreo, pero que yo sepa, ni aquellas existen ni estos se han manifestado nunca.

 

Ricardo Menéndez Salmón. Foto © Daniel Mordzinski.
Ricardo Menéndez Salmón. Foto © Daniel Mordzinski.

P.- Libro donde las ideologías parecen más impuestas que naturales, donde el poder marca la cotidianidad… ¿dónde queda la dignidad del ser humano, su afán de lucha?

Entiendo que hay una dignidad en mirar, en no apartar el gesto, en llegar hasta el final del camino. Prohaska no se regodea en lo visto, no procede a un filtro moral entre lo que sucede y lo que sus ojos captan. Él está ahí y no aparta la vista. Su testimonio tiene algo de clínico, pero nunca de cínico. Es un forense que testimonia de qué está compuesto un cadáver, no un médico que diagnostica una enfermedad y su posible o imposible cura.

 

P.- El trabajo de Prohaska representa ese arte del siglo pasado que ya no busca reflejar la belleza, sino precisamente la muerte de la misma. ¿El arte se reconvierte con el pesimismo y la falta de libertad? ¿Es ese el futuro quizás?

No lo creo. O, mejor dicho, no lo deseo. Un arte como el de Prohaska no sólo es necesario, sino ineludible. La experiencia totalitaria del siglo veinte nos obliga a contemplar el horror como elemento central de la reflexión estética. Como diría Baselitz, la fealdad se convierte en la categoría fundamental. Y no hablamos de una fealdad estética, sino de una fealdad ética. Hay que dar cuenta de lo oscuro, de lo perverso, de lo terrible, pero no para estetizarlo, como hicieron los románticos, sino para mostrarlo en su dimensión humana. El arte contemporáneo, para poder aspirar a una posteridad, para evitar convertirse en un mero chiste, en la simple burla de una inteligencia que se ríe de sí misma, debe precisamente acatar la enseñanza atroz del siglo pasado. Sólo el arte que entra en diálogo con esas zonas oscuras del ser humano posee un sentido actual y una dimensión de futuro. Aunque pueda parecer paradójico, la experiencia histórica del siglo veinte entierra definitivamente cualquier pretensión de un arte juguetón e intrascendente. No es que después de Auschwitz ya no sea posible la poesía. Lo que no es posible después de Auschwitz es la frivolidad. Quizá esos sean los auténticos asesinos del arte. No quienes fotografían montañas de piezas dentales, sino quienes siguen proponiendo la banalidad como musa.

 

P.- Es paradójico que el protagonista (fotógrafo, pintor y cineasta) no quiera verse representado de ninguna manera, como si su vida fuesen sus obras. ¿Es el arte el que sobrevive y no el artista?

El artista es absolutamente secundario respecto de su obra. Humilde, en el sentido que emplea Tarkovski. La obra debe ser ambiciosa; pero el autor debe permanecer humilde. La trascendencia no pasa por el sujeto, sino por su trabajo. Lo que emociona es pensar que, dentro de doscientos años, una obra pueda dialogar con las personas que vivan entonces. Además, en 99 de cada 100 casos, la estatura del artista no coincide con la de la obra. Como ha dicho Coetzee en Verano, es muy difícil ser Tolstói en la vida y en la literatura.

 

P.- El sentimiento de abandono y soledad que transmites es algo continuo en la novela: el padre que muere pronto, la madre que no le quiere, el hijo, la guerra…

Prohaska es un despojado. Alguien a quien la vida ha hecho comprender la fragilidad de los afectos. En algún momento se insinúa que, en realidad, su vocación nace de una ausencia primordial, la del padre muerto antes de su nacimiento. Imagino que, en cierta medida, se escribe siempre sobre lo que se pierde, o sobre lo que uno teme perder. A falta de una patria estable, tanto física como emocional, Prohaska se construye un país alternativo, si bien es un país muy peculiar.

 

P.- El formato de falsa biografía te viene bien para profundizar en el yo del personaje, para entresacar el importante valor que tienen los silencios. ¿Te basaste en alguien real?

No. Prohaska es fruto de mi imaginación, aunque entiendo que es absolutamente plausible. El siglo pasado habrá tenido sin duda sus Prohaska, como demostró la muerte, a los pocos días de publicarse Medusa, de Wilhelm Brasse, un judío polaco que salvó la vida en Auschwitz fotografiando a sus compañeros condenados.

 

Detalle portada de "Medusa".
Detalle portada de «Medusa».

P.- Tus novelas tienen un trasfondo filosófico realmente valioso para el lector que busca escarbar en los posos del comportamiento humano. Pero también pueden provocar malestar e incomodidad. ¿Es posible separar o romper esa dualidad entre el bien y el mal?

En mis novelas me he planteado tres preguntas históricas, que existen en la vida cotidiana, y a las que he intentado aproximarme desde la ficción. Estas tres preguntas, que se compadecen entre sí, son: Primera: ¿Por qué existe el sufrimiento en el mundo y eso que llamamos el mal, un mal que en cada época adopta distintas formas? Segunda: ¿Qué poder posee el arte y, por extensión, la belleza para hacer frente a este sufrimiento, a este mal en muchas ocasiones arbitrario? Tercero: Si no encuentro un sentido histórico, ni religioso, ni siquiera biológico a la existencia, ¿por qué me obstino en escribir, por qué no —por ejemplo— me dedico a ser una mala persona, algo que, como bien sabemos, suele redundar en beneficios, sobre todo de índole material? No poseo respuestas para estas preguntas. No soy un político, un hombre de Iglesia, un científico. Las respuestas de políticos, hombres de Iglesia y científicos no me interesan: en el primer y el segundo caso, porque no me las creo; en el tercero, porque no me consuelan, o no me satisfacen, o quizás, sencillamente, porque me dan miedo. Por eso sigo escribiendo novelas: para continuar indagando, para seguir interrogando a la realidad, esa que se obstina en permanecer inescrutable, incognoscible, insobornable a nuestros anhelos, incluso a uno tan legítimo como la presencia de algo que nos permitiera distinguir a los buenos de los malos.

 

P.- ¿Nuevos proyectos a la vista?

Una novela sobre la infancia. Poco más puedo decir.

 

P.- ¿Cuáles son los referentes literarios que más han marcado tu escritura?

Diría que hay cuatro grandes direcciones. Por un lado, la literatura rusa de finales del diecinueve, sobre todo Dostoievski, un autor capital a través de dos obras esenciales: Los demonios y Los hermanos Karamázov; después, la literatura existencialista, que arranca del Viaje al fin de la noche de Céline, se concreta en tres o cuatro títulos de Camus e incide, en nuestra lengua, en la obra de mi escritor predilecto en español, que es Onetti; en tercer lugar, la gran literatura en alemán del siglo veinte, la que va de Kafka a Bernhard, pasando por Broch o Musil, y que siento, a efectos de cosmovisión, cercanísima a mis intereses y a mis emociones; y por último, un escritor que es un meteoro, y que por sí mismo es una literatura. Me refiero a mi autor predilecto: Faulkner.

 

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