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Vuelo diurno, de Blanca Riestra

 

Nicolás Melini, sobre Vuelo diurno, en Sugherir

Sin la menor demora, en los primeros párrafos de “Vuelo diurno” ya nos encontramos todo lo que Blanca Riestra se dispone a desarrollar  en este relato: la mayor parte de los personajes de un pueblo, Fronda, en el que el tiempo (la atmósfera, la vida, o todo ello junto) parece haberse estancado; la llegada de un misterioso forastero; la inquietud que esto genera, como si esta fuese inherente a la propia vida en espera de las personas que allí habitan; el deseo o la carencia como motor de lo que se avecina… En cuanto a Fronda,  “es una aldea tan pequeña que quizás sólo merezca el nombre de lugar, no es histórica ni hermosa. Quizás ni siquiera sea representativa de nada. Fronda solo cuenta con dos calles, con dos niños, un mesón, una peluquería, un bar de alterne y un corro de comadres desdentadas a las puertas de las casas”. En cuanto al forastero, llegó a pie y “era un hombre vestido de negro, como un enterrador o como un cuervo”; más adelante, “Nando nunca había visto a un forastero, aunque sabía que existían, por eso se dijo esto debe de ser un espíritu. O, quién sabe, quizás sea la muerte que viene a buscar al pobre pollo”. El relato está narrado por una voz que ya en la tercera línea se refiere a sí misma como “yo”, con lo que pudiéramos pensar que se trata de un personaje –¿tal vez otro habitante del pueblo?—, y sin embargo se trata de una voz tan extraordinariamente omnisciente que es capaz de comentar pormenorizadamente lo que está en cada momento en la mente de todos y cada uno de los personajes; pero esto contrasta con que aún hay algunas cosas que dice desconocer, arbitrariamente. Por ejemplo: “Se quedó dormido, no lo sé. Solo sé que cuando abrió los ojos un rostro lo miraba fijamente”. O: “Ignoro qué ocurrió después. Quizás hablaran o se estrechasen la mano con severidad”. Por otro lado, para colmo de la tremenda ambigüedad de esa voz narradora, en ocasiones se dirige directamente a nosotros: “Véanlo, ahí viene”.

 

No se preocupen, solo les menciono una pequeña parte de lo que se encuentra en las primeras páginas. Y ni siquiera es todo lo que hay ahí (desde luego nada de los personajes de carne y hueso, sus cuitas y desazones mundanas, que son lo que interesará de veras), aunque lo que comento deba resultar significativo de la novela que es: un narrador de naturaleza deliberadamente ambigua (1 interrogante); un forastero misterioso (2 interrogantes); un pueblo en el que el tiempo y la vida y las personas que allí habitan permanecen insanamente estancados (3 interrogantes); el deseo y la carencia que anidan silenciosamente en cada uno de ellos (4 interrogantes). La novela se encuentra estructurada en pequeños fragmentos —breves escenas, no capítulos— encabezados cada uno por una letra manuscrita, en mayúscula, y escogida al azar (aparentemente). En uno, una M; en el siguiente, una O; en el siguiente, una S. El lector no puede dejar de preguntarse si más adelante se explicará la razón de ser de estas letras mayúsculas manuscritas, aunque tampoco puede evitar temer que no haya explicación, que esas letras tal vez, finalmente, constituyan un mensaje cifrado, u oculto, o secreto, o absurdo, o sin sentido. En cualquier caso, ya van 5 interrogantes en lento movimiento desde el principio.

Uno tiene la sensación de que algo extraño, inmundo, quizá oscuro y abominable, pero que bien podría ser luminoso y renovador, esté desplazándose muy lentamente entre las palabras y los personajes y las calles de Fronda. Blanca Riestra consigue que percibamos cómo todo el mal o el bien que se avecina van tomando el lugar y las personas como si se tratase de un tóxico que se propagase a través de la atmósfera del relato. La suma de elementos se traduce en una náusea, en abismo. Aparentemente, nada de lo que sucede en la novela es bueno o malo, sino bien y mal al mismo tiempo.
Blanca riestra no disimula la naturaleza mesiánica de su narración. Todo relato en el que un misterioso forastero ha de llegar, o llega, suele corresponderse con la historia bíblica, con el advenimiento del mesías: su forastero es el desencadenante de todo pero sin que haga nada, salvo llegar. En la mayor parte de las páginas de la novela, no se nos habla acerca de este, pero está presente. “No he venido a traer la paz, sino la espada”, que diría Cristo en las escrituras. El forastero es –significa— el bien y el mal, o está por encima del bien y del mal. En una de las primeras escenas de la novela, se tiende en la cama de la habitación de la fonda, estira el brazo, abre un cajón de la mesilla de noche y extrae un libro: es la Biblia. Cabe preguntarse si es suya: si la ha traído consigo o se encontraba ya ahí. La sola duda, ese pequeño vacío de información tan elocuente, nos transmite el tipo de magia de este relato. El propio narrador, su proceder, transmite una poderosa ilusión de tiempo detenido al ir cambiando de punto de vista y permitirnos descubrir que, en ocasiones, regresamos a una escena antigua con otro personaje que no sabíamos entonces que se encontraba por allí. El tiempo de la novela es curvo, un círculo o una espiral en el que no se escatima la relevancia de lo religioso. Todo sucede cuando “Faltaban quince días para el Corpus”.
Seguiré sin desentrañarles nada de lo que le sucede a los personajes, pero sí les diré que, como en “Esperando a Godot”, de Becket, hay humor y cierto absurdo. Que tal vez las calidades de esta narración se corresponderían con el moralismo de un cineasta como Krzysztov Kieslowski (en el caso de Blanca Riestra, tal vez algo menos laico, ese moralismo, que el del director). Que si “Vuelo diurno” fuese “Superman”, la voz narradora sería la de Marlon Brandon. Y, por último, que en “Vuelo diurno”, como en “Theorema”, de Pasolini, el revolucionario mensaje del mesías parece tener que pasar, obligatoriamente, por el deseo y el sexo.

Vuelo diurno, Blanca Riestra, Casa de cartón, 2012

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