HIJOS DE COLUMBINE
Por JUAN LUIS MARÍN. Adam Lanza tenía 20 años. Y decidió celebrarlo asesinando a 20 niños y 8 adultos. Entre ellos, su propia madre. Demente propina. Y todos se preguntan, «¿por qué?». A lo que yo respondo, «¿por qué no?».
¿Quién compra un arma si no es para utilizarla? ¿Quién entrena en un campo de tiro si no es para afinar su puntería? ¿Quién tendrá un día los cojones para hacer algo al respecto? Porque esto, como cualquier otro mal del mundo que nos ha tocado vivir, y del que somos cien por cien responsables, no se va a evaporar por arte de magia. Todo lo contrario. Continuará reproduciéndose. De cepa en cepa. Y mortal porque me toca. Porque cualquiera que, por las razones que sean, está a punto de cruzar la delgada línea roja, sabe que hubo otros antes, dispuestos a irse al otro barrio llevándose a todo Cristo por delante. Convertidos por los medios de comunicación en anti héroes, un tipo de personaje tan atormentado como atractivo, con perfiles psicológicos expuestos como carteles de cine. Y en la mayoría de las ocasiones con un denominador común: genios de alta capacidad intelectual. Mejor eso que ser tonto del culo. O tener un master. Cosas que están al alcance de cualquiera. No como entrar en un colegio armado hasta los dientes y liarse a tiros. Y quien piense que cosas así suceen porque están locos estos yanquis está muy equivocado. ¿O realmente alguien duda que algún joven patrio le daría al gatillo provocando una matanza si tuviera la posibilidad de comprar un CETME en la tienda de la esquina?
Los Hijos de Columbine no entienden de fronteras ni pasaportes. Lo único que los diferencia es lo que piden a los Reyes Magos o a Papá Noel. Y lo que estos están dispuestos a traerles. A ellos… y a nosotros. Oro. Incienso. Y mirra.
Pero nada de sentido común…