Un profesor de Filosofía
Por MIGUEL BARRERO. Tuve mi primer contacto con la Filosofía en 3º de BUP, gracias a un plan de estudios que aún prestaba bastante atención a las Humanidades (que se lo digan a mis amigos de Ciencias, que continuamente echaban pestes por tener que empollarse las características de la cuaderna vía o las vicisitudes del reinado de Isabel y Fernando; a cambio, yo tenía que resolver integrales y perpetrar formulaciones químicas, pero eso no lo tenían en cuenta) y donde resultaba obligatorio adquirir algunas nociones acerca de los principios básicos de la lógica o la diferencia entre el mito y el logos antes de proseguir la andadura en pos de una titulación universitaria. Recuerdo bien a mi profesor de la materia en aquel curso: un señor grandote y bienhumorado que sabía explicar concienzudamente aquellos temas y, además, hacer que resultaran amenos, cosa nada fácil si se tiene en cuenta que hablamos de una materia que, no nos vamos a engañar, resulta árida en muchos aspectos y que a los 16 años recién cumplidos uno está pendiente de cuestiones muy distintas a las que tienen que ver con lo que pudiera elucubrar, allá en sus lejanos días, un individuo que respondía por el pintoresco nombre de Tales de Mileto.
No voy a ponerme aquí a justificar la necesidad de mantener la Filosofía como asignatura fundamental e irrenunciable dentro de los planes de estudios y no relegarla a un humillante plano secundario como ha hecho el lamentable ministro al que padecemos en España desde finales del año pasado. No lo haré por dos razones: ni quiero incrementar los arrebatos bravío-taurómacos del patibulario Wert ni creo que pueda aportar nada nuevo a lo que ya han dicho voces más autorizadas que la mía y que han defendido en estas últimas semanas esa disciplina con rigor, sosiego de ánimo y argumentos incontestables. No voy a explicar para qué sirve la filosofía, porque el hecho de plantear tal cuestión me resulta tan ridículo como preguntar para qué sirve bañarse en el mar, pasear por la playa al atardecer o visitar el museo del Louvre. Lo que quiero es contar una pequeña historia que ha sucedido en estos días y me ha traído noticias de mi profesor de Filosofía de 3º de BUP, aquel señor al que no había vuelto a ver desde entonces pero que, por lo que he sabido, se acordaba de mí del mismo modo que yo no he podido olvidarme de sus clases.
Poco después de incorporarme a mi nuevo puesto de trabajo, el pasado mes de junio, una de mis compañeras, que hasta entonces se había dedicado precisamente a enseñar Filosofía en un instituto de Gijón, me comentó que había coincidido allí con un profesor con el que mantenía una buena relación y que le había dicho -al informarle de su nueva situación laboral, es decir, de su nuevo empleo y de todos los que ahora pululábamos a su alrededor- que hace años me había dado clase a mí. ¿Quién es?, pregunté. Me dijo el nombre, pero yo no caí hasta que pronunció su apellido. Me acordaba de él, claro que me acordaba. Lo que yo no esperaba era que él me retuviera en su memoria, ni mucho menos que estuviera al tanto de todo lo que he venido haciendo desde que abandonara el instituto, hace ya catorce años. El caso es que, cuando mi compañera le envió un e-mail para relatarle nuestra conversación sobre él y la alta consideración en que yo lo tenía, él respondió con un extenso correo electrónico que acabó provocando mi sonrojo. No sólo describía determinadas escenas que evidenciaban que, efectivamente, no me había relegado al olvido («le recuerdo perfectamente sentado en la primera fila, medio recostado sobre el pupitre»), sino que además dedicaba unas líneas a mi casi recién publicada última novela, que había llegado a las librerías en abril y en cuya difusión apenas me esforcé porque determinadas circunstancias tan rotundas como adversas (fundamentalmente, el cierre del periódico en el que trabajaba y mi consiguiente incorporación al INEM) me habían dejado lo suficientemente noqueado como para impedirme pensar en otra cosa que no fuese la búsqueda de una solución al embrollo en el que me vi metido de lleno. La novela (perdonen esta autorreferencia que quizás parezca un subterfugio para incurrir en el autobombo, pero que en realidad no es más que una tardía e indirecta acción de gracias) se titula La existencia de Dios y relaciona ese sintagma con el famoso silogismo de Anselmo de Rotterdam, uno de cuyos enunciados se recoge en el apartado de citas del libro. Mi profesor de Filosofía de 3º de BUP hacía referencia a ese guiño y concluía su correo electrónico con unas palabras que me enorgullecieron infinitamente más que las (escasas ) críticas que mi criatura ha recibido hasta la fecha: «Les he hablado de esa novela a mis alumnos y les he leído algunos pasajes, y gracias a ella ya sé cómo he de obrar en estos tiempos en los que quieren condenarnos a la nada y hacer pasar por frivolidades cuestiones absolutamente trascendentes. Así que a partir de ahora, cuando alguien me pregunte para qué sirve la Filosofía, yo responderé: para escribir novelas como ésta».
No negarán que es un gran piropo. Y un detalle mayúsculo. Y un honor inmenso ahora que cada vez somos menos y nos vemos obligados a redoblar esfuerzos para ver si conseguimos, de una u otra forma, frenar esta barbarie atroz que nos amenaza.