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Il fastello della Mirra

 

Il fastello della Mirra. Un cuento de Safaris inolvidables. Fernando Clemot. Menoscuarto

 

Siempre me atrajo D’Annunzio.

Me deslumbraba su radicalidad, su halo de virilidad antigua, algo en él me seducía y en aquella época de indefiniciones propias veía en su personalidad altanera y directa un ejemplo para superar mis miedos. Me trajo más de un problema aquella extraña filia. Ambrosini y Tolù me lo echaron en cara, especialmente cuando les conté que mi trabajo de fin de carrera sería sobre la obra del Vate. Estábamos en un café los tres, recuerdo bien el lugar, era el porticado de la piazza Vittorio Véneto. Hacía frío pero estábamos fuera, junto a la estufa, embutidos en nuestras chaquetas de proletarios. Chirriaba el trole en la catenaria de los tranvías con eco de animal antiguo. Quizá Tolù fue el que más se ensañó.

–¿Has perdido la cabeza, hijo? Era un fascista, Manuel, era un perro, un hijo de la grandísima puta. ¿Cómo pierdes el tiempo hablando de ese animal?

Ambrosini había bajado la mirada y no decía nada: remataba el cigarrillo contra el cenicero, lo retorcía, como si quisiera también remachar lo que decía su compañero. Tolù no se detuvo: quería seguir hurgando, llevaba el mono del taller remangado, sucio todavía del foso.

–¿Ves estos lamparones? Trabajo con camiones, con grasa y aceite. La suciedad impregna todo lo que la rodea, siempre es así, chaval, y si trabajas en un estercolero acabarás oliendo a mierda. No te enfangues con ese fascista, Manuel, acabarás lleno de su basura.

Eran todavía los años de compromiso, también de desorientación, se iba desvaneciendo el sueño de las Brigadas Rojas entre un baño de sangre y traiciones. Al poco tiempo llegó el secuestro de Aldo Moro y la bomba en la estación de Bolonia. La lucha se extinguía, pero aún no se había disuelto el grupo y seguíamos reuniéndonos los martes en la trastienda de un bar del corso Valdocco. Todavía acompañé en aquellos meses a Tolù a un par de reuniones clandestinas en Chivasso y Settimo Torinese. Cogíamos el tren en la estación de Porta Nuova: fumábamos un cigarrillo tras otro y mirábamos con desconfianza las gorras de plato de los carabinieri o de cualquier tipo que se nos sentara cerca. Allí me volvió a preguntar.

–¿Sigues escribiendo sobre ese fascista, Manuel?

Le contesté que sí y me apartó la mirada. Le dije que era parte de nuestra historia, que me interesaba conocer el proceso que le llevó a la locura, que era más un estudio sobre la personalidad que sobre un personaje en sí. Tolù negaba con la cabeza y sonreía, tenía razón: mentía. Me atraía el fascista, era cierto, me apasionaba su seguridad y su impudicia. D’Annunzio no se había hecho fascista al final de su vida, había nacido fascista y el Fascismo pasó por delante de su vida y se subió a él, como el que se cuelga en el escalón de un tranvía sin saber muy bien a dónde va.

–Sigo sin entenderte, Manuel. No comentaré nada a los otros, descuida. No creo que les hiciera ninguna gracia saber en qué ocupas tu tiempo.

–Puedes decir lo que quieras, Tolù, no me avergüenzo.

–Dejémoslo entonces. Eres un buen chaval pero te equivocas. No hablemos más de este tema, te lo ruego.

Ahora han pasado más de treinta años de todo aquello. Tolù murió hace seis años. Le dio un infarto cuando bajaba de su coche, en el aparcamiento, no había salido del asiento y quedó en una posición extraña, con los pies atrapados entre el cinturón de seguridad. Cuando me dijeron cómo había quedado amarrado por los pies pensé en Mussolini y Clara Petacci colgados en la gasolinera de la plaza Loreto. Retiré rápido aquella asociación repentina, no le hubiera gustado a Tolù que mezclara su imagen con la del tirano, la alejé; recuerdo que me había llamado Giusy, la que había sido la mujer de Tolù desde que eran adolescentes. Por la tarde me llamaron más compañeros de aquellos tiempos y volví a hablar con Giusy: le dije que cogería un avión y estaría en el funeral. Estaba decidido a ir, ya miraba los billetes de avión, pero me retuvo un mecanismo inconsciente. Algo me escocía: no acabó bien mi relación con Tolù pero pocos lo sabían. No ir fue una pequeña venganza, un estúpido desquite que no me perdonaré nunca. Jamás me he sentido tan mezquino como aquel día.

Vuelvo al Vate. Siempre estuve tentado de visitar Il Vittoriale, su última residencia y la más ostentosa de sus locuras. Todos los locos, genios y tiranos han tenido su Vittoriale: Dalí en Port Lligat, Franco en el Valle de los Caídos, Napoleón en los Inválidos y Walser en la clínica mental de Herisau. El sueño prolongado de la razón deriva en enajenación y el totalitarismo en demencia. En el Vittoriale le llegó el delirio al Vate, también la soledad y la enfermedad, todo de lo que había huido lo encontró rodeado de mármoles y bustos, de escalinatas y patios de columnas con vistas al lago di Garda. El programa me permite acercarme ahora a ese lugar. El lago desde treinta kilómetros de altura tiene forma de pistola, una de aquellas primeras Colt largas y estrechas, hasta se dibuja un estribo del lago que entra hasta Saló que podría ser el martillo del arma. Enlazo con un par de páginas y llego al Vittoriale: allí está la nave Puglia, el viejo torpedero que hizo colocar en sus jardines con la proa hacia el Adriático, también el bosquecillo por el que hacía pasear a niñas disfrazadas de musas en sus últimos días de desvarío. Entro en el edificio y en la Zambracca, una sala llena de jarrones de alabastro y mascarones, aquí estaba el Vate cuando murió, en marzo de 1938. Murió de un infarto, como el pobre Tolú: la muerte se ríe de los ideales y de cualquier condición y nos une a todos en último abrazo solidario.

Salgo del Vittoriale y me sitúo sobre la larga ensenada del lago de Garda que trazan Gardone Riviera y Saló: estoy a tres mil trescientos metros de altura. La tumba del Fascismo y de la locura se debe hallar cerca de aquí, en el punto medio de los cuatro kilómetros y seiscientos metros que separan Saló, la capital del estado títere de Mussolini, de la mastaba decadentista del Vate. Es un lugar aparentemente hermoso, hay imágenes de atardeceres desde las villas que rodean el lago. Trazo una línea entre la torre del Reloj de Saló y el Vittoriale y encuentro que el punto medio está a la entrada de una población llamada Barbano, en un pequeño cabo que traza la orilla del lago, entre la via Rive Grandi y el hotel Spiaggia d’Oro.

 

(…)

 

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