Columnistas

Segundo fiestorro y sus consecuencias

Por Tura Varla

Aunque no ocurrió nada real con Escritor de Provincias, me quedé un poco pensativa con el asunto. ¿Había despertado en mí el ansia de orden que toda mujer debía tener según nos habían enseñado nuestras abuelas? Me sigue pareciendo del todo incompatible hoy en día la figura del editor ordenado que en su montaña mágica lee manuscritos con dedicación y silencio, sale al patio a disfrutar del beatus ille, etc. Ahora nada es así. Ferias, fiestas, promociones, autores que te pegan gritos, que llegan tarde, que deberían estar en un manicomio, que se van sin agradecerte tu trabajo, que te miran por encima del hombro, que te amenazan si no les publicas, borracheras a cargo de la empresa y a cargo de los autores que tienen algo que celebrar, perseguir scouts, editores extranjeros, autores que te gustan… La vida editorial es un sinvivir. Pero me encanta. O al menos siempre me había encantado hasta la fantasía con Escritor de Provincias.

            A este me lo llevé a la fiesta de aquella noche y parecía aterrorizado, como si hubiera pasado toda su vida en silencio y a oscuras en una cueva y de golpe descubriese la luz, el sonido, las risas atronadoras de los escritores de ciudad ufanos y célebres.

            Iba vestido como si fuese a cazar perdices y allí estaba, con una copa de vino en la mano diciéndome que no sabía cómo podía. El mundo de las vanidades, falsedades, hipocresías que en mi cabeza se presentaban como la mayor amenaza, en sus labios se convertían más bien en tráfico, ropa, ruido, pisos pequeños. ¿Era su retiro deseable? Para este hombre acostumbrado a leer toda la tarde en un salón en el que no se escuchaba ni un ruido, mientras en la montaña llovía, la feria del libro era una tortura y por más que hice, no logré que se sintiera cómodo.

            ¿Llegaría alguna vez yo a sentirme así?

            La fantasía absurda en mi sueño accidental me llevó a pensar que tal vez la transformación de urbanitas cínicas en campestres amorosas y tranquilas de mis amigas (las de la boda), era algo así como una transformación natural, una evolución a la que llevaban las hormonas.

            ¿O es que una parte de nuestro cerebro todavía se sentía atraída por lo primitivo?

            Esa era también una buena pregunta.

            Allí estaba yo, vestida con mis mejores galas, de pie en un evento lleno de chaquetas bien colocadas, corbatas azules y camisas rosa palo. Y no podía dejar de pensar en que al único de toda la fiesta que me follaría era al Escritor de Provincias con pantalón raído, camisa mal puesta, chaqueta de los noventa y teléfono móvil de la prehistoria tecnológica. ¿Por qué? ¿Era una especie de necesidad de controlar la bestia, de pulir el diamante? Busqué mentalmente si en su obra podría haber algo que me hubiese excitado sexualmente, algún indicio, una insospechada parafilia mía que se estuviera manifestando ahora en forma de fantasía con el leñador que salvó a Caperucita.

            Descubrí que no. Su novela era una histórica más bien sesuda sobre jesuitas que no tenía nada de erótico, ni las solapas. Incluso él tenía un aire como eclesiástico, ese aire eclesiástico que tienen los hombres que acaban viviendo solos y en el campo sin más compañía que un perro viejo. Y yo, ¿quería esa granja y esas vacas? No, no las quería. Y tampoco a él.

            Pero quizá entre tanto colorín y tanto brillo, aquella piedra gris y mate tenía un poder de seducción que no hubiese tenido en otro contexto.

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