“El pueblo en la guerra”, de Sofía Fedórchenko
Por Ignacio G. Barbero.
La guerra, siempre presente en la realidad humana, es uno de los hechos más analizados por la filosofía. Reflexiones de corte ético, sociológico, político, económico, histórico e, incluso, cosmológico han tratado de desvelar qué se pone en juego en ella. Estos ensayos, sin embargo, suelen adolecer de la frialdad del concepto; no consiguen dar voz a aquellos que- obligados- arriesgan su bienestar y su vida por el país que habitan: los soldados. Personas de carne, hueso y sangre que sufren el macabro esplendor de los conflictos bélicos en todo su ser, que sienten alegría, tristeza, indiferencia o dolor, que ven y practican la crueldad contra otros seres humanos, que van acompañados de la muerte a cada paso.
Esta dimensión puramente existencial es representada a la perfección en “El pueblo en la guerra”, obra que aparece en castellano por primera vez gracias a Hermida Editores. Su autora, Sofía Fedórchenko, trabajó como enfermera en el frente ruso durante la Primera Guerra Mundial. Desde el año 1914 hasta 1916 fue anotando las palabras que los combatientes de su país expresaban mientras se recuperaban de sus lesiones. Ordenó esos discursos y publicó este escrito, donde podemos hallar una pluralidad de perspectivas honestas y viscerales sobre una experiencia muy traumática.
Esos guerreros forman parte de un pueblo hambriento y miserable. En su mayoría son campesinos y trabajadores que deben dejar a sus familias en casa para “cumplir órdenes” -de superiores que pertenecen a clases altas- y combatir a personas desconocidas que han sido señaladas como enemigos: “…habíamos de pelear esa guerra para que el pueblo entendiera que no valía para nada y no anduviera pidiendo tonterías…Y así fue. Delante de toda Europa, con el culo al aire…” (p.39) ¿El porqué de la guerra?…Los mercaderes han hecho un mal negocio y nos hacen pringar a nosotros…(p.39)”.
Son simplemente instrumentos al servicio de intereses ajenos, carne de cañón: “Haz lo que te manden. Y tienes prohibido pensar, pensando no arreglas nada. Todos somos máquinas.”(p.120); “mi pellejo, por ejemplo, anda sin el alma durante horas cuando toca ir al ataque. Es por eso que soy tan valiente” (p.116)
Las necesarias frialdad e indiferencia acaban por ser fundamento de una crueldad sistemática: “No te esperas que la bayoneta entre tan rápido, como si el cuerpo fuera de mantequilla. Pero sacarla es mucho más complicado. (…) Aquel aúlla…y tú le das vueltas a la bayoneta, derecha-izquierda, arriba-abajo…Que se vaya todo al carajo…” (p.64). Abusos salvajes de todo tipo son cometidos y observados por los soldados: niños que vagan por las calles huérfanos porque sus padres han muerto torturados, violaciones de mujeres y niñas pequeñas, palizas indiscriminadas a familias enteras, etc. Torbellinos de una violencia tan infernal que la compasión se convierte en debilidad y “no andar con remilgos” en virtud (en sentido etimológico, es decir: fuerza, vigor). Todos quedan atrapados en una cadena de mando que solo fomenta la supervivencia del más desalmado: “Yo ya me he acostumbrado a todo: no siento ni mi propio miedo ni el de los demás. Sólo me falta matar niños. Pero creo que también a esto puede acostumbrarse uno” (p. 112). Podríamos hablar, por tanto, de una “suspensión bélica de la ley moral”: la bondad no es útil y, por lo tanto, ha de ser reprimida. Uno tiene que hacer lo que le ordenan. Sin miramientos.
A pesar de esta anulación general de la solidaridad para con los otros, el arrepentimiento y el sentimiento de culpabilidad están muy presentes en la mente y el cuerpo de los soldados: “Si hubieras mirado a los ojos del moribundo, los verías por la noche. Yo anduve alrededor de seis meses como atacado: en cuanto cerraba los ojos para dormir, veía a mi muerto mirándome” (p.48); “Y así diez veces en una noche: gritas y te despiertas. ¿Acaso este sueño trae descanso? Es una pesadilla. Y es a causa de la guerra, de todos los sustos…” (p. 45). Así se suceden los episodios de combatientes exhaustos, sin ganas de seguir, hastiados de tanta desolación, de tanta sangre; conscientes de ser manipulados por sus gobernantes, desesperanzados (“ya no creo en la felicidad”). Sin embargo, han cambiado y ya no pueden volver atrás; todo lo que han hecho, todo lo que han visto, forma ya parte de su carácter; es inevitable. Para bien y para mal.
Leer “El pueblo en la guerra” duele y, por ello, nos modifica también a nosotros, porque el mundo descrito es este mismo mundo nuestro, en el que la alienación, las injusticias, las masacres y las torturas que destrozan vidas están a la orden del día. Nos sitúa ante la cruda verdad: sólo ha habido progreso en las armas que ejecutan esos actos, mas no en el ser humano que las fabrica y utiliza. Esta obra sirve, en definitiva, como un reconocimiento tácito de que seguimos igual: estancados moralmente.
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“El pueblo en la guerra. Testimonios de soldados en el frente de la Primera Guerra Mundial”
Sofía Fedórchenko
Hermida Editores, 2012
136pp., 17 €