La novela de tu vida: David Lozano Garbala
Por David Lozano Garbala.
El fantasma de Canterville, de Óscar Wilde.
La huella de Jack el Destripador, que sembró de cadáveres el barrio de Whitechapell en la década de 1880; la sombra de Mr. Hyde; las andanzas de Sherlock Holmes, que Conan Doyle también situó en esa brumosa Londres de mansiones, callejuelas recónditas y fumaderos clandestinos de opio; todas esas historias alimentaron en mí, desde adolescente, una pasión por el paisaje victoriano de finales del XIX (reminiscencias góticas incluidas, me temo) que, sin embargo, yo ya había descubierto a partir de una obra que me acompaña desde hace muchos años: El fantasma de Canterville, de Óscar Wilde.
A partir de su primera lectura yo comencé a soñar, tal era mi entusiasmo, con que despertaba en esa época. Inmerso en una extraña nostalgia, me imaginaba llegando en carruaje hasta Canterville Chase, en plena noche de tormenta –atrezzo atmosférico imprescindible-, y veía mi figura atravesar sus umbrales hacia la penumbra del interior. Me perdía entonces por sus corredores sombríos a la luz de una vela, quizá precedido del inevitable mayordomo, sintiendo a mi espalda el fogonazo de los relámpagos más allá de los ventanales.
En el caserón, cuya silueta en medio de la niebla todavía surge de vez en cuando en mi imaginación, yo rastreaba las huellas del fantasma, ese entrañable espíritu que dedicaba su soledad perpetua a vagar cada noche por los pasillos mientras procuraba asustar a quien osase perturbar su descanso. Un fantasma clásico, cuya razón de ser consistía en hacer sonar sus cadenas y gemir a través de las cerraduras, cansadísimo porque llevaba trescientos años sin dormir.
Yo era feliz al respirar en sueños la atmósfera ancestral de Canterville Chase, al dejarme envolver por su magia más allá del mundo, por el eco de los sonidos que provocaba el melancólico espectro en su fidelidad rigurosa a las rutinas de un fantasma. Un escenario donde siempre brotaba el charco de sangre de Lady Leonor. Canterville Chase, una realidad fuera del tiempo. Nada ha cambiado con el transcurso de los años; yo continúo deseando cruzar su vestíbulo estilo Tudor hasta alcanzar la biblioteca con el artesonado de roble negro y esa misteriosa profecía grabada en la ventana. ¡Lo que daría por poder asomarme a las dependencias en las que, siglos atrás, se cometió aquel terrible crimen que atormenta al alma de su autor, Sir Simon de Canterville! Y por vislumbrar cómo su espíritu culpable se arrastra sin descanso desde entonces por los pasadizos de la mansión, un fantasma torturado al que solo el amor puede conceder el descanso eterno. A la espera, sin saberlo, de que una inocente niña vierta sus lágrimas…
Mientras escribo estas líneas contemplo un enorme ejemplar de The Times que compré en una subasta de Internet hace ya varios años. Fechado el 24 de septiembre de 1888 (y con un sospechoso sello de hemeroteca), contiene un artículo titulado The Whitechapel murders sobre la aparición del cadáver de Mary Ann Nichols: el primer crimen confirmado de alguien que, poco después, sería bautizado como Jack el Destripador. Este documento de páginas amarillentas (de esos que muchachos con gorra y semblante travieso vendían a voz en grito por las calles) constituye hasta el momento mi mayor aproximación al Londres victoriano desde donde se fraguó la mucho más ingenua El fantasma de Canterville. Lo acaricio con solemnidad, fantaseando con la posibilidad de que, quizá, pueda este periódico llegar a susurrarme todo lo que vio. El hecho de recorrer sus líneas impresas ya supone para mí, de algún modo, un auténtico viaje en el tiempo a aquella época tan sugerente que me sigue aguardando.
* David Lozano Garbala es escritor. Su última novela publicada es Cielo rojo (Ediciones SM)