14N: LA NOCHE DE LA RABIA
Por Layla Martínez.
La noche de la rabia
La noche del 14 de noviembre tuvimos la oportunidad de asistir a un momento crucial en el ciclo de movilizaciones que estamos viviendo desde 2011: la transformación de la indignación en rabia. Los cientos de miles de personas que salieron a la calle en las distintas manifestaciones que recorrieron las calles de Portugal, España, Italia y Grecia no estaban indignadas, estaban rabiosas, y la rabia es un sentimiento mucho más profundo y con mucha más capacidad de desestabilización para el sistema que la indignación. Como primer paso para una movilización, la indignación permite que seamos conscientes de que estamos sufriendo una injusticia y que interioricemos la frustración y la humillación que supone. Sin embargo, un indignado es alguien que responde a ese sentimiento de injusticia buscando una solución a su problema en los cauces convencionales. Es decir, que cree que la injusticia se ha producido como consecuencia de una disfunción en el sistema, que si el sistema hubiese funcionado como debe, la injusticia no se habría producido. Un indignado es un creyente en el sistema. Cree que el sistema en sí mismo no es malo, pero que tiene fallos que deben ser corregidos. Por tanto, su forma de movilización frente a las injusticias será detectar ese fallo y proponer soluciones para repararlo: modificar leyes de forma puntual, exigir la dimisión de determinados políticos, sustituir a unos gestores del Estado por otros.
La rabia, en cambio, es un sentimiento muy distinto. Cuando alguien tiene rabia, siente también esa humillación y esa frustración producida por la injusticia que ha vivido, pero la siente de forma mucho más profunda. Ya no se siente simplemente enfadado, se siente alienado. Siente que la injusticia es tan grande o tan continuada que le ha arrebatado la posibilidad de controlar sus actos, de tomar decisiones. Siente que ha dejado de ser un sujeto para convertirse en un objeto de su propia vida. La respuesta a ello no puede ser ya por los cauces establecidos por el sistema, porque es el sistema mismo el que es responsabilizado de la injusticia, es él el que las produce y las perpetúa no porque haya un fallo o una disfunción, sino porque está diseñado para ello. La explotación laboral, la represión, la corrupción política, la concentración de la riqueza en unas pocas manos o el poder de la banca y de las grandes corporaciones no son vistas ya como elementos extraños al sistema, como fallos que es necesario corregir, sino como piezas clave de su funcionamiento. El sistema produce explotación y pobreza porque está diseñado para ello, porque su función es mantener la dominación de unos pocos sobre la mayoría. Produce corrupción y represión porque es la forma de asegurar esa dominación. El desempleo, los desahucios o la precariedad laboral – que son las consecuencias directas para los ciudadanos de esa dominación-, no son errores que puedan arreglarse con una simple reforma: son la consecuencia directa de la existencia del sistema, que produce crisis económicas periódicas como forma de disciplinamiento.
Alguien que siente rabia es alguien que ha visto y ha vivido demasiadas injusticias como para seguir creyendo en el sistema. Es alguien que sabe que la explotación y la represión no son la muestra de que el sistema falla, sino de que funciona correctamente, de que cumple el objetivo para el que fue diseñado: el mantenimiento de la dominación. Por tanto, su forma de movilización frente a las injusticias no puede ser otra que desbordar el sistema en todos sus frentes, hasta que caiga. Este desbordamiento puede traducirse en muchas formas de acción distintas, desde las huelgas, las manifestaciones o la autogestión a la resistencia civil y la acción directa, pero siempre desde fuera del sistema. No necesariamente desde fuera de su legalidad, pero sí siendo consciente de que el respeto a esa legalidad es solo una cuestión de estrategia – para evitar la represión-, y no de que se crea en ella. Por ejemplo, ante un problema como el de los desahucios, alguien que cree en el sistema plantearía la dimisión de algunos políticos o recogería firmas para modificar una ley. En cambio, alguien que siente la rabia de esa injusticia se autoorganizaría en plataformas y asambleas, resistiría en las puertas de la viviendas, ocuparía casas, se enfrentaría a los responsables de los desahucios. Es decir, buscaría los márgenes del sistema porque en esos márgenes es donde está la posibilidad de que las cosas cambien realmente, de que el sistema caiga. Lo demás es solo gestionar su funcionamiento. Cambiar algunas cosas para que en realidad no cambie nada.
Un paso más en el ciclo de movilizaciones
El miércoles había cientos de miles de personas en las calles y la mayoría de ellas estaban llenas de rabia. Al principio del ciclo de movilizaciones, en torno a mayo de 2011, muchos de ellos habían confiado en que las injusticias podían tener una solución desde dentro del sistema, a partir de una serie de reformas. Sin embargo, el desarrollo de la crisis desde entonces les ha hecho ser cada vez más conscientes de que esas reformas no iban a llegar, de que la solución debía venir desde fuera del sistema, y que incluso podría implicar la necesidad de acabar con él. En el año y medio que ha transcurrido desde 2011 hemos tenido que asistir a diario a cientos de injusticias en forma de paro, bajadas del sueldo, desahucios y represión policial, y ello ha acabado por cambiar la forma en que la población analiza las injusticias y busca respuestas para enfrentarse a ellas. La indignación ya no es suficiente. El sistema no solo se ha mostrado incapaz de resolver las injusticias que sufre la población, sino que además ha seguido generándolas en una cantidad y una profundidad mucho mayores. Esto ha tenido como consecuencia que poco a poco esa indignación haya dejado paso a una rabia cada vez más extendida y cada vez más profunda. En otras palabras, estamos asistiendo a un proceso de radicalización progresiva en la movilización y las luchas sociales.
Este proceso de radicalización puede verse claramente si analizamos los tres momentos clave del ciclo de protestas que comenzó en mayo de 2011: la acampada del 15M, la movilización frente al Congreso del 25S y la reciente huelga general. La primera de estas movilizaciones ya implicaba un acto de desobediencia y de ruptura de la ley, pero estaba dominado todavía por un sentimiento de indignación que buscaba soluciones desde dentro. Aunque hubo grupos que aportaron un punto de vista más radical, lo cierto es que la mayoría de movilizaciones que se plantearon desde el movimiento estaban dirigidas a conseguir reformas, fundamentalmente cambios en la ley y exigencia de referéndum. Cuando el sistema decidió no asumir estas reformas, el movimiento no pudo continuar, porque en ese momento se veía incapaz de articular una respuesta desde fuera. Sin embargo, la movilización del 25S ya muestra una sensibilidad diferente. Desde el principio, el movimiento plantea acciones mucho más radicales, basadas en una ocupación física de uno de los centros simbólicos del poder. Aunque la ocupación nunca llegaría a producirse, el movimiento obliga al sistema a mostrarse como lo que realmente es: un mecanismo de dominación. El Estado se ve obligado a mostrar su cara más violenta y la imagen no puede ser más clara: el Congreso es rodeado con una triple valla y el movimiento duramente reprimido por la policía. Aunque la reivindicación principal aún será desde dentro del sistema –un nuevo proceso constituyente-, los métodos ya no lo son –la ocupación física de un espacio-, y el desafío que plantea el movimiento aumenta de intensidad. La indignación comienza a mezclarse con la rabia.
Podemos estar orgullosos de nuestra rabia
A partir de este momento, la rabia comenzará poco a poco a ser un sentimiento cada vez más extendido, como mostró la jornada de huelga del miércoles pasado. Aunque está dentro de la legalidad, una huelga general supone por definición un cuestionamiento del sistema, porque implica que los trabajadores se movilizan por unos intereses comunes como clase, independientemente del sector al que pertenezcan. En el caso del 14N, el potencial desestabilizador es aún mayor, porque a la huelga de trabajo se unió otra de consumo, lo que implicaba parar por completo la maquinaria del sistema y permitía participar a los desempleados. Además, se coordinó con la movilización en distintos países del sur de Europa, en un hito sin precedentes en la historia del movimiento obrero. Por primera vez, los trabajadores y parados de distintos países se movilizaban a la vez, mostrando que sus problemas eran los mismos porque se enfrentaban a un mismo sistema. Pero además, la jornada de huelga se cerró con manifestaciones masivas en la mayoría de las ciudades, lo que incrementó aún más el potencial desestabilizador de la movilización, porque implicaba mostrar no solo el rechazo de la población a lo que está sucediendo, sino sobre todo su voluntad de hacer algo para cambiarlo.
A pesar del discurso oficial desplegado a la mañana siguiente en los medios, la jornada del 14N fue un éxito, porque sacó a la calle la rabia de millones de personas. La rabia en forma de gritos, de pintadas, de pancartas, de contenedores ardiendo, de cristales rotos. La rabia por el dolor de las injusticias y por las ganas de hacer algo para cambiarlas. La rabia que a partir de la huelga estará presente en el ciclo de movilizaciones y determinará su desarrollo. Una rabia de la que podemos estar orgullosos porque significa que nos duelen las injusticias de los demás, que las sentimos como nuestras. Pero una rabia que de momento solo es un paso más y que tiene que trasformarse en muchos otros.