Los cangrejos americanos, la invasión de los ultracuerpos o por qué dejé las clases
Por Recaredo Veredas.
Durante años tuve el privilegio de ser profesor de escritura creativa en la Escuela de Letras. Impartir clase no me aportaba un gran beneficio económico e implicaba un desembolso de tiempo considerable, tanto en las propias clases como en su preparación y corrección. Sin embargo, permitía comparar mi mirada con la mirada del alumno, actualizar conocimientos y conocer a gente interesante. No todos los alumnos poseían talento o perseverancia, solo algunos construyeron una carrera literaria consistente pero, como poco, la Escuela servía para que aprendieran a leer de una manera distinta y para que compartieran lecturas y opiniones. Además las lecturas de los ejercicios eran críticas, los alumnos y los profesores intentaban -a veces con cierta brusquedad y cierto ánimo destructivo, no lo niego- que los futuros escritores dieran lo mejor de sí, obviando la autocomplacencia. Por supuesto, el canon, como debería ocurrir en toda Escuela que se precie, estaba dominado por lo que tradicionalmente se considera buena literatura, desde la gran novela realista del XIX, pasando por la vanguardia del XX y la última modernidad. Así ocurría hace menos de una década, antes de que una plaga, similar a la que sufren los habitantes del pueblo de La invasión de los ultracuerpos, contagiara a un 98% (incluso 98,5%) de los aspirantes a escritores de este país.
En aquellos tiempos, tan lejanos y tan cercanos, los alumnos, en líneas generales, eran gente de diversas edades y condiciones, apasionados por la literatura y, por lo tanto, lectores más o menos voraces. Algunos con tendencias más comerciales, otros más minoritarias pero todos compartían unos conocimientos básicos. Es decir, sabían quién era William Faulkner y que Guerra y Paz la había escrito un ruso apellidado Tolstoi. Por circunstancias que no vienen al caso, abandoné la Escuela y pasé un par de años sin vinculación con la docencia literaria. Regresé en otra ubicación que también posee cierto prestigio, y pronto percibí que algo había cambiado. Que existía un subtipo de aspirante a escritor que, cual cangrejo americano, había invadido nuestro ecosistema: el aspirante a escritor que solo ha leído cuatro bestsellers, que no muestra el menor interés por la supuesta literatura de calidad (incluso la desprecia por aburrida, incomprensible y anticuada) y solo busca el elogio de sus compañeros de clase y, si tiene coraje para finalizar su manuscrito, la publicación en alguna editorial de autoedición. Gentes que ignoran todo sobre teoría literaria, que tienen serias dificultades para entender no solo la diferencia entre un narrador en primera y un narrador en tercera sino el propio concepto de voz narradora y, por supuesto, consideran asuntos como el correlato objetivo tan complejos como la mecánica cuántica. Gentes que encuadran como literatura difícil, casi imposible, cualquiera que se aleje de la papilla, incluso textos tan clásicos como el Extranjero de Camus o la Metamorfosis de Kafka. Gente que siquiera profundiza en los mecanismos -difíciles- de construcción del best seller, que ni siquiera compara las distintas calidades de sus autores. Gente, resumiendo, vaga e incapaz.
Creí, ingenuo, que eran una excepción pero estaba más que equivocado. Los aspirantes a escritores semianalfabetos han expandido su patología como difundieron la mixomatosis los conejos en Australia. Así lo he comprobado en diversas instituciones, curso tras curso. Incluso consideran a Ken Follet -cuya honestidad me merece todos los respetos- un autor complicado. En el último curso que impartí, en una institución madrileña, cinco alumnos deseaban aprender algo sobre crítica literaria. Cinco alumnos de mediana edad, simpáticos y, en apariencia, dispuestos a trabajar. Dispusieron de un mes para leer El mapa y el territorio de Michel Houllebecq. De los cinco solo una -era francesa- sabía quién era el autor. Por supuesto, ninguno lo terminó y a ninguno le gustó. No es obligatorio, ni mucho menos, que te guste Houllebecq ni supone ningún prejuicio sobre la catadura moral o literaria de nadie. El problema era la argumentación del criterio: aburrido, incomprensible, triste… Ni un solo juicio literario. Y con tales armas pretendían aprender crítica en una sola y única semana. Por supuesto el curso fue agotador: la labor del profesor, como ocurre en la mayor parte de los centros educativos de España, consistió en escuchar sus delirantes opiniones sobre la literatura y la vida misma (básicamente querían escucharse a sí mismos) y en amenizar la clase con chascarrillos varios sobre autores y editoriales. Salieron contentos, eso sí.
Pronto los ultracuerpos habrán terminado su labor y hallar a un alumno de escritura creativa que haya leído, por ejemplo, La cartuja de Parma será tan difícil como atisbar a un oso pardo en los montes cántabros. Si bien es triste que se haya generalizado la idea de que se puede ser escritor, incluso crítico, sin haber leído prácticamente nada -mejor dicho, nada de una mínima calidad, sea desde una perspectiva clásica, postmoderna, incluso comercial- más triste resulta su condición de metáfora de todo un país, donde el esfuerzo se considera la peor y más reaccionaria de las antiguallas.