Nunca digas nunca jamás: James Bond 50 años después
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Por Hilario J. Rodríguez
Aunque uno no tiene por qué amar más a Charles Chaplin que a Buster Keaton ni viceversa, puede establecer diferencias entre ellos y decir −por ejemplo− que mientras Chaplin rara vez se quejaba por los golpes que propinaba o por los que recibía, Keaton jamás dio un puntapié a sus contrincantes sin acusar cierto grado de dolor. Eso mismo podría decirse sobre James Bond con respecto a otros espías; claro que algo así es lo que lo ha mantenido con vida cinematográfica durante cincuenta años. Medio siglo de historia en sus manos, sin embargo, quizás no hayan servido de mucho para explicarnos cómo ha cambiado el mundo en términos geopolíticos pero han puesto de relieve ciertas cosas sobre la masculinidad, el sadomasoquismo, los parajes exóticos, las artes marciales, la moda, los coches deportivos y, por encima de todo, sobre la industria de los juguetes. Con él nunca hemos llegado a ninguna parte, a cambio nos hemos entretenido preguntándonos quién planchaba sus camisas entre viaje y viaje o le peinaba después de las peleas. A estas alturas todavía no sabemos dónde vive, tampoco si tiene padres o hermanos, pequeños detalles que ponen de relieve la insignificante importancia de los seres humanos a lo largo del siglo XX, cuyas prioridades fueron la tecnología y la barbarie.
Pierce Brosnan frente a un Aston Martin
Industrias Bond
Pero no nos pongamos graves porque, nos guste más o menos, Bond está por todas partes, hasta en la sopa. Su influencia puede sentirse en miles de películas, sin ir más lejos. Las de la serie Austin Powers interpretada por Mike Myers, las de la serie Flint que interpretó James Coburn a finales de los sesenta e incluso las de la serie Indiana Jones, donde Sean Connery interpretó el papel de padre de Harrison Ford en la tercera entrega. Hasta pueden detectarse cosas suyas en buena parte del cine infantil y juvenil que se ha hecho últimamente, como los tres títulos de la serie Spy Kids que dirigió Robert Rodriguez con Antonio Banderas. Y no digamos si nos vamos al mundo de las series televisivas, porque entonces las influencias son todavía mayores. Ahí están Yo espía, Charles Vine y tantas otras que se fueron haciendo desde finales de los sesenta en adelante.
El cine Bond ha impuesto su marca en relojes, gafas, camisetas… Pierce Brosnan podría decirnos muchas cosas al respecto porque hizo varios anuncios publicitarios imitándose a sí mismo en las películas de la serie Bond que interpretó. Él fue quien acabó de incorporar al agente 007 al mundo de los videojuegos tras el estreno de Goldeneye (1995, Martin Campbell). En aquel perverso videojuego Bond moría y ni siquiera actuaba como protagonista; supongo que eso se debe al morbo que todo el mundo tiene con respecto a su muerte, que tras tantos años ya parece una empresa imposible.
La industria de merchandising Bond creció a partir de la participación de Pierce Brosnan en la serie. Llegó en un momento delicado, después de que Timothy Dalton hubiese cuestionado su posible continuidad porque sus películas fueron posiblemente las menos exitosas de la historia. Con Brosnan se volvieron a ganar millones porque 007 recuperó su parte más icónica y perdió sus atributos humanos. No es de los que hacía reír con sus chistes, un poco como Connery, aunque tenía una elegancia natural, un poco como la de Moore. Ligaba mucho, golpeaba sin contemplaciones, apostaba en los casinos con bastante arrogancia y siempre ganaba, y conducía de maravilla aunque con menos destreza que Moore. Su presencia volvió a recuperar el interés del mundo del cómic por el personaje, además de estimular los trajes elegantes entre los hombres y la musculación natural, nada de culturismo en los gimnasios. Brosnan fue un crack para los responsables de la serie. Hizo que las canciones de algunas de sus películas se utilizasen en competiciones deportivas…
Un hombre de ayer, hoy y mañana
Si Bond fuese un equipo de fútbol, necesitaría una hinchada sufridora como la del Atlético de Madrid, gente dispuesta a mostrar un incondicional fervor por su equipo, gane o pierda, tenga a delincuentes en la directiva o no. El mundo, aunque siempre parezca estar dispuesto a salvarlo, le importa bien poco. Para él, hay detalles más apremiantes, como la ruleta, el bacarrá, los cócteles, los tacones de aguja y las playas paradisíacas. Y a quienes hacen sus películas lo único que les interesa es la pasta. No tomarse muy en serio a sí mismo ha hecho de Bond una de las golosinas favoritas de muchísima gente. Un objeto de deseo para mujeres y hombres. Para ellas porque suele ser un hombre atractivo, con dinero y que sólo habla lo necesario; y para ellos porque encarna un ideal: el del castigador, el insumiso, el hombre cachas que puede con todos y las hace caer rendidas a todas. Freud y Jung tendrían mucho que decir al respecto, estoy seguro.
La llegada de Bond al siglo XXI, con tanta corrección e incorrección política, provocó un seísmo en la serie porque convirtió en hombre al agente 007, lo obligó a pegarse con rivales duros de pelar, atenuó sus devaneos amorosos y descubrió en su interior un corazoncito capaz de pasar la censura de las feministas más recalcitrantes. Sus últimas aventuras dejaron de ser parte de un álbum de cromos para convertirse en firmes candidatas a cualquier lista de las mejores películas del año e incluso de la década. Puede que no sean las más divertidas, tampoco las más glamurosas, sólo son posiblemente las que toman más en serio a los espectadores, algo atribuible en buena medida a Daniel Craig, el actor que ha dado vida a Bond en los dos últimos títulos de la serie y quien se la da asimismo en Skyfall, que promete seguir perdiendo en el ránking de los nostálgicos de Connery, Moore o Brosnan, por mucho que haya sido el único agente 007 capaz de dar uno de esos «pasos pequeños para la humanidad pero muy grandes para el hombre» (al menos para el hombre del nuevo milenio, al que pretende parecerse sin perder demasiados atributos).
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*Aparecido inicialmente en el suplemento Abcd de las Artes y las Letras del diario Abc en febrero de 2012.