La que nos espera (27)
Por Javier Lorenzo.
Hola, soy Roger. El señor no está. Ni se le espera. Ha desaparecido y no creo que volvamos a verlo más. Hoy es, por tanto, el último capítulo de estas columnas. Me he puesto en contacto con don Javier Lorenzo, que era al fin y al cabo quien daba la cara, y le he comunicado el luctuoso hecho. Al parecer, su nuevo tratamiento de choque no está teniendo los resultados apetecidos por lo que apenas ha logrado farfullar varias frases inconexas, de las que he logrado entresacar varios “usted a mí no me mire”, algunos ladridos de lo que parecía ser un perro andaluz y fragmentos de una ópera wagneriana. Después de poner como coda el grito de “¡llámeme nibelungo!” y repetirlo siete veces, una agradable voz femenina –acaso madura, pero tersa y suave- ha sustituido a su paroxismo y me ha informado de que la benéfica institución en la que está recluido no considera pertinente que se presente de nuevo en sociedad. “Aún”, ha rematado caritativamente la dulce voz. He estado a punto de pedirle el teléfono.
Cerrada pues esa vía, y mientras Interpol no localize a mi amo, que ya digo que me extrañaría mucho, no cabe otra alternativa que el cierre definitivo de esta sección. “It’s over”, que diríamos en mi pueblo. Y sí, también pensé en que, quizá, tal vez, yo podría seguir con esta saga, pero lo deseché finalmente. Mi estilo es mucho más engolado e incluso acartonado. Carezco de sutileza e ironía y todo lo revisto de crítica acerba y sarcasmo. En definitiva, no sólo me veo incapaz, sino que acabaría poniendo verde a todo el mundo, empezando por los propios españoles. Curiosa raza: una mezcla esquizofrénica de funcionarios y anarquistas. ¿Lo ven? Así no se puede.
Por otro lado, para qué nos vamos a engañar, tengo que seguir con mi vida. Tal vez una de las amistades de mi señor precise de un mayordomo experimentado, discreto y eficaz. Si es así, soy su hombre. Si no, bueno, ya me dedicaré a cualquier otra cosa. A lo que sea, menos a escribir. Esto es lo único que tengo claro. Por respeto, que no por desprecio. Escribir bien es difícil. Tienes que llevarlo dentro y ése no es mi caso. Además, no sé hasta qué punto la vanidad es un buen sustituto de la comida y el dinero. Nunca he visto a nadie que fuera escuchando en su i-phone la poesía de Lorca o Celaya ni que se abran –y se llenen- los polideportivos para que la juventud se desgañite con la última novela de Pérez-Reverte, que no encuentro a nadie más onomatopéyico en estos momentos. En resumen, que si no existe la literatura chunda-chunda, habría que inventarla.
Acaba de venir la policía a preguntar sobre el paradero de mi amo. Poco puedo decirles, ya que no dejó una nota ni avisó a nadie de su espantada. Tampoco han servido de nada las pesquisas que se han hecho en hospitales, manicomios y barras americanas. Como si se lo hubiera tragado la tierra. Uno de los inspectores ha empezado a insinuar que tal vez nuestra relación no fuera tan buena como quiero hacerles creer.
– ¿Cómo se le ocurre tal cosa?
– Porque he leído todas sus columnas, así que no me venga con monsergas.
– Le juro por el sombrero de la reina que…
– No siga por ese camino, maldito bellaco sajón –me ha interrumpido con familiar grosería-. Sepa usted que se ha convertido en nuestro principal sospechoso.
Me dio un sofoco y casi me desmayo. ¿Qué esperaban? Tantos años de servicios y desvelos, tantos cuellos almidonados, tantas especialidades culinarias para que ahora me acusen frívolamente de su desaparición o de algo aún peor. También es verdad que no puedo negar que había cierta tensión entre nosotros. Sobre todo en los últimos tiempos. Y a veces me sacaba de quicio con sus absurdas reflexiones, sus juegos de palabras y su facilidad para la mofa, pero le apreciaba. Le aseguro, señor agente, que yo le apreciaba.
– Inspector. Y eso me lo cuenta en comisaría.
– Pero por todos los “beefeater” de la Torre de Londres, no podrá negarme usted que también había un alto grado de complicidad entre nosotros. Era divertido verle fruncir el ceño cuando preparaba estas columnas para Culturamas. Le gustaba contrastar conmigo sus ideas peregrinas y en ocasiones era yo el que le señalaba el objetivo hacia el que debía apuntar. Lo único que él quería era despertar una sonrisa en quien le leyera y lo le ayudaba encantado, porque también era el primero en disfrutar de sus tonterías. Al mundo nunca le viene mal la risa.
– Muy bien. Pero dígame, ¿dónde estaba usted el día de autos?
– Aquí, preparando mi obra maestra: pastel de carne con calabacín. Una delicia, se lo aseguro.
– Para su extraño gusto. A mí me provoca arcadas sólo con oírlo.
He apretado la mandíbula y tensado los nervios para no saltar sobre su cuello.
– ¿Cómo se atreve? No sería el primero que se arrepiente por haber ninguneado mi comida.
– ¡Las manos en alto y no se mueva! –ha respondido de inmediato-
Así que aquí estoy, escribiendo estas líneas desde un calabozo. Puedo hacer una llamada, pero no sé a quién. Si al menos le hubiera pedido el teléfono a la enfermera del psiquiátrico… En fin, sólo me queda relajarme y hacer la digestión. Dirán lo que quieran, pero ese último pastel de carne estaba especialmente suculento.
Hasta siempre.