La pasión de Lucas
Por Rubén Sánchez Trigos
En la Red de redes todavía se oye el eco desfigurado de millones de fans clamando al unísono mientras George Lucas estampa su firma en el contrato que vincula a Lucasfilm con Disney en esta y en todas las galaxias. Un poco como el último quejido colectivo de los habitantes de Alderaan cuando son desintegrados por la Estrella de la muerte en el Episodio IV de Star Wars. Con una diferencia: al contrario que Darth Vader, Lucas ya venía avisando desde hace tiempo de que en cualquier momento soltaba el timón y dejaba que gobernara la nave cualquiera con la intención (y 4.000 millones de dólares en efectivo) de hacerse cargo de ella. ¿Qué otra cosa, sino ensayos de lo que estaba por venir, eran las sucesivas remasterizaciones, reestrenos y versiones mil de su saga galáctica que lleva sacándose de la manga desde hace veinte años?
Se oyen muchas cosas estos días, pero quizás la mayor parte de ellas puedan resumirse en la idea de que Lucas ha prostituido a su criatura vendiéndola a los padres (en realidad los herederos) de Mickey Mouse. La verdad, me deja estupefacto esta afirmación, y creo que quienes la sostienen han vivido en una realidad alternativa las últimas cuatro décadas. Dejando a un lado la llamada nueva trilogía -¿De verdad alguien cree que Disney puede hacer algo más infantil que La amenaza fantasma (1999)?-, basta con remontarse a los primeros años de la década de los ochenta para constatar la actitud, entre calculada y paternal, con que Lucas ha despachado a su propia criatura. Gracias a algún lumbreras de Fox, que consideró que eso del merchandising tenía en el cine menos futuro que el sistema Beta de vídeo, Lucas consiguió carta blanca para exprimir la gallina de los huevos de oro sin rendir cuentas a nadie. Así, entre película y película, fue sembrando el mundo de camisetas, tazas, batines, figuras varias, trajes, maquetas, edredones, videojuegos, series de televisión y hasta váters esculpidos en el rostro de los personajes. Para entendernos, Lucas se comportó con su trilogía como el padre que manda a la calle a su hija de quince años ataviada con un bolso, medio kilo de maquillaje, unas medias de rejilla y la obligación de volver a casa con el sustento. De ahí a venderla a una multinacional hay un paso, el que por fin ha completado. No quiero que se lea esto como una crítica; en realidad, detrás de operaciones como esta hay mucha más honestidad que en la mayor parte de las poses pretendidamente puras de muchos autodenominados autores.
Habrá quien replique que Lucas, como creador del invento, tiene todo el derecho a explotar su producto como mejor le plazca. Estoy de acuerdo a medias. Hace mucho tiempo que Star Wars dejó de pertenecerle para ser patrimonio de los fans (he dicho fans, no espectadores). La cultura pop funciona así, mal que le pese a muchos creadores: es el receptor el que completa al menos la mitad del producto. Personalmente, creo que ceder a Disney el testigo es la única decisión coherente que el director de la estupenda American Graffiti (1973) ha tomado en los últimos años. Ahora, si Disney es inteligente (y algo me dice que sí), debería buscar a alguien que de verdad ame la saga para darle continuidad: alguien que de niño asistiera al estreno de El imperio contraataca (1980) de la mano de sus padres, con los ojos abiertos como platos y cristalinos para que pudieran reflejarse en ellos las persecuciones de Luke y Han Solo por los pasillos de la Estrella de la muerte, el vuelo del Halcón milenario y las explosiones imposibles en el espacio; alguien que, cumplida la treintena, sepa insuflar a las películas aquello que George Lucas perdió hace mucho tiempo, en otra época ya muy, muy lejana: verdad y pasión.