Sobre literatura y series
Por Arcadio García Sánchez.
Recientemente un amigo y yo nos enzarzamos en una discusión que tenía por objeto dirimir el carácter efímero o no del fenómeno exitoso de las series de televisión. Él estaba convencido de que más pronto que tarde tocaría a su fin, y en semejante circunstancia no nos quedaría más remedio que consolarnos revisando todas aquellas teleseries que tanto placer nos habían deparado durante este periodo irrepetible. Yo reaccioné con inusitada hostilidad y me negué a aceptar esa hecatombe. Y a vuela pluma, como quien no quiere la cosa, me aventuré a realizar una afirmación sobre la que en realidad no había reflexionado nunca o no lo había hecho en detalle: mientras exista la literatura existirán las series.
En lo que a mí respecta salta a la vista que todas las ficciones televisivas poseen, de una u otra forma, un origen literario sobre el que no cabe discusión. Basta echar la vista atrás y llevar a cabo un ejercicio de arqueología televisiva para darse cuenta de que la mayoría de las series que se crearon antes de que sobreviniera el fenómeno actual, eran directamente traslaciones a la pequeña pantalla de obras literarias de mayor o menor enjundia. Así, a bote pronto, recurriendo estrictamente a mi memoria personal de consumidor habitual desde la infancia, me vienen a la cabeza Hombre rico hombre pobre, Raíces, Norte y Sur, Fortunata y Jacinta, Los Gozos y las Sombras, o Cañas y Barro. Productos que se ajustaban al género folletinesco del XIX o a la literatura realista inaugurada por Flaubert, en la medida en que poseían un componente fundamentalmente lúdico. El lector/espectador asistía como forma de entretenimiento al desarrollo argumental y se incorporaba con entusiasmo a la sucesión de peripecias, y experimentaba empatía hacia los personajes, pero lo hacía sin poner en riesgo su identidad como sujeto en tanto no existía un proceso de identificación psicológica. Se trataba de meros espectadores de experiencias ajenas mediante las cuales, a lo sumo, se podían hallar patrones sociológicos antes que psicológicos.
En las mejores series de hoy persisten aun las técnicas y los motivos recurrentes de la literatura de los clásicos. Qué duda cabe que Boss constituye una extraordinaria reformulación de la tragedia griega y de los dramas shakesperianos. Detrás del exceso de testosterona de Sons of anarchy, de las explosiones y el rugir atronador de las motocicletas, asoma la figura desvalida de Hamlet. La cuarta temporada de Fringe concluye con una referencia explícita a uno de los episodios más conocidos del libro de libros por excelencia: la Biblia. Lost, además de las múltiples referencias literarias diseminadas por toda la serie, comparte con The Killing y con la primera temporada de Damages un uso prodigioso de una de las viejas convenciones del género narrativo: atrapar la atención del lector formulando preguntas cuya respuesta queda en suspenso, un recurso habitual del que, en origen, echaban mano los escritores de novelas por entregas para asegurarse el sustento, gracias a un público fiel que no solo aguardaba con impaciencia la resolución del misterio, sino que estaba dispuesto a pagar por ello.
Sin dejar de recurrir a aspectos de la gran literatura de todos los tiempos, las series de televisión han acabado incorporando a los grandes renovadores de la novela del XX: Kafka, Joyce, Proust y Virginia Woolf irrumpen con el psicoanálisis de Freud bajo el brazo, y en consecuencia la primacía de la trama y el narrador omnisciente ceden todo el protagonismo al individuo.
Sabemos que el escritor construye personajes a partir de rasgos propios o de modelos cercanos a los que estudia con suma atención. Si es un buen observador —y un escritor está obligado a serlo— nada escapa a su escrutinio. Observa y observa con paciencia de entomólogo hasta que la persona que es objeto de su análisis se relaja y deja de supeditar su comportamiento al conjunto de normas establecidas que rigen el grupo al que pertenece. O, por así decir, hasta que deja de fingir y emergen a la superficie aspectos de su personalidad que en circunstancias normales prefiere ocultar. Entonces, y solo entonces, sale a la luz la materia con la que trabajará el escritor. Y esa minuciosa exploración de hábitos personales desemboca en un estudio psicológico pormenorizado, profundo, revelador, y el lector, y por tanto el espectador, se ve abocado sin remedio a un proceso de identificación. Un proceso que puede parecer espantoso pero que en realidad constituye uno de los instrumentos más valiosos que tenemos a nuestro alcance para conocernos; una herramienta, en suma, para saber que en cualquiera de nosotros o de quienes nos rodean habita un Tony Soprano, que cualquiera de nosotros o de quienes nos rodean alberga un Walter White, que cualquiera de nosotros o de quienes nos rodean, ay, esconde un Dexter Morgan.
En este escenario de crisis en el que a diario se vaticina la irrupción del Apocalipsis, y en el que la presencia de la imagen es hegemónica, habrá quien se sienta tentado a sostener que la literatura y, por tanto, las series, tienen los días contados. Permítanme que disienta. Permítanme incluso no solo disentir sino negarlo categóricamente. Eso no sucederá jamás. No mientras exista un lunático, un pobre pero feliz lunático encerrado en una habitación durante horas, a solas frente a una hoja en blanco, realizando juegos de orfebrería con el lenguaje.