Seis peces azules

 

Seis peces azules. David Tejera. XLIV Premio de Novela Ateneo de Sevilla. Literaria Algaida. Novedad octubre 2012.

 

El viaje

Con los ojos cerrados, escuchas. Suenan dentelladas a tu espalda. Hay un rumor de hombres que se apuñalan por una moneda, por conseguir la caricia del amo, por esquivar el rostro que les escupe el espejo.

Cuando abres la mirada descubres miles y miles de palabras que se extienden ante ti como un conjuro interminable, como un sendero que debería mostrarte el camino hacia una tierra de locos. Lejos. Más allá de las colinas que rodean Paysandú. En cuanto el sol engulla aquellas nubes habrá comenzado nuestro viaje.

 

1. Seis peces azules

La quilla iba abriendo camino al viejo mercante de bandera panameña, rasgando el mar como si fuera un ves­tido de seda. Brillante y sereno. Los hombres descansa­ban en el puente de mando después de una jornada agotadora, manchados con el aceite de los motores, junto al capitán, y co­mentaban que era uno de los atardeceres más hermosos que ha­bían visto jamás desde un barco. Uno de ellos, uno con los ojos de color humo, pidió permiso para salir a cubierta. Quisieron ir con él sus compañeros, pero prefirió quedarse a solas un mo­mento. Los frenó con un gesto inconfundible de su mano. Bajó la escalerilla del puente de mando y caminó hasta la proa de ese barco moribundo con las miradas del resto de la tripulación cla­vándose en su nuca. Estaban a ochenta millas de Madagascar. Rumbo norte, rasgando el agua, hacia el cementerio de barcos. Quiso mirar el mar, quiso mirarlo con el rencor guardado de los últimos años. Pero el mar era un vestido de seda, brillante y se­reno. Posó los brazos sobre el acero del mercante, cerró los ojos de color humo, y respiró la brisa templada del océano Índico.

Los gritos de sus viejos compañeros, aquellos que perdie­ron la vida ante sus ojos años atrás, se fueron sepultando en la memoria del marinero. Sus voces, rotas de dolor, se fueron hundiendo poco a poco entre los colores de ese apacible atar­decer en alta mar, que salpicaba el cielo de rojos y violetas y naranjas y hasta verdes. Olía a sal.

En el puente de mando continuaba la charla alrededor del capitán, que después de días de prudencia hacía por fin previsiones optimistas sobre la fecha de llegada al cementerio de barcos. Si la maquinaria resistía como hasta entonces, era muy posible que alcanzaran su destino antes de tiempo y em­barrancaran al destartalado Volcán Chiriquí contra los arrecifes en menos de dos semanas. Solo de pensarlo el viejo Arnaldo Santos se frotaba las manos:

—¡Preparad los bolsillos, muchachos! ¡Y gastad el dine­ro con mucho cuidado, no como yo, o estaréis toda la vida tri­pulando chatarra como esta! ¡A ver si al final os va a pasar lo que a mí… o, peor aún, lo que al griego ese!

Y allí, en el otro extremo, seguía el griego, con los codos apoyados sobre la barandilla de proa y con las miradas de la tripulación clavadas en la nuca. En contra de lo que les ocurría a algunos de los marineros que iban a bordo, a Arnaldo Santos no le disgustaba contar con él entre la tripulación. Tenía repro­ches, sí, pero le prefería a bordo. Lo único que no soportaba eran esas ausencias que le invadían con frecuencia. Cuando al poco de zarpar los ocupantes del Volcán Chiriquí supieron lo que le había ocurrido hacía años en esa misma ruta hacia el océano Índico, llegaron a pedirle al capitán que dejara a Stépha­nos en tierra nada más llenar los tanques de combustible. Les parecía innecesario tentar a la suerte, a la mala suerte. Pero Arnaldo Santos nunca creyó en supersticiones y, para ser realistas, no había nada que le entusiasmara más que coquetear con el azar. Para alguien que adoraba desafiar a la fortuna, y en eso había consistido básicamente su vida desde que tenía uso de razón, llevar a un tipo como Stéphanos a bordo era un reto al que le resultaba imposible resistirse. En buena parte por eso se encontraba Santos en el Volcán Chiriquí, tratando de conseguir dinero rápido para saldar antiguas deudas que dejó en tierra, en partidas en las que el azar no había estado de su parte. O sea, casi todas. Además, ¿por qué iba a librarse de él? Stéphanos era un marinero disciplinado que sabía hacer bien su trabajo. Manejaba las herramientas con destreza y sabía leer el estado de la mar antes que ningún otro. Mientras cumpliese, no tenía por qué echar del barco a ese griego loco.

También él llegaría hasta el cementerio de barcos y, como el resto, recibiría un buen fajo de billetes. Aunque, por ahora, la recompensa del griego en este viaje era otra. Íntimamente él tenía una misión más que sus compañeros de travesía. La re­compensa que Stéphanos buscaba consistía en atravesar aque­llas aguas infestadas de tiburones y silenciar para siempre los gritos de los hombres atrapados entre los dientes de aquellas bestias grises. Solo por eso ya merecía la pena emprender el viaje. Jamás lo habría reconocido en voz alta, pero desde en­tonces el mar le daba pánico. Y tuvo que reunir todo su valor para embarcarse de nuevo. El dinero por embarrancar al Volcán Chiriquí no le venía nada mal porque últimamente había navegado más bien poco, pero ni punto de comparación con arrancarse ese trozo de muerte, el recuerdo de esas dentelladas salvajes en el agua que aún llevaba dentro; el miedo de un ma­rinero… al mar.

 

 

(…)

 

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