Los clubes de lectura (1)
Por José Miguel López-Astilleros.
Los estudios demoscópicos dicen que por estos predios ibéricos no somos muy dados a formar parte de asociaciones culturales, a menos que de ello pueda obtenerse algún beneficio tangible, quizás por desconfianza, por desidia intrahistórica o por simple individualismo, pero no es esta cuestión en la que entraremos. El caso es que desde hace algunos años comienzan a proliferar por pueblos y ciudades los llamados “clubs de lectura”, nos referimos exclusivamente a la acepción del Diccionario de la Real Academia, según el cual el principio elemental de un club es que se trate de una «sociedad fundada por un grupo de personas con intereses comunes […]», de modo que dejamos fuera a todo aquello que lleve ese nombre y no cumpla con este requisito.
La segunda característica de dichos clubs consiste en que a sus miembros les guste la lectura, y aquí podríamos entrar en contradicción, ya que el hecho de leer se produce, o así es de desear, en soledad, aunque en tiempos pretéritos la lectura pública fuera algo muy común, recordemos las legendarias lecturas ante un auditorio de Charles Dickens o Robert Walser, por poner dos ejemplos foráneos de personalidades muy diferentes. Pues bien, a los clubs de lectura de hoy, salvo excepciones, no se va a leer durante una o dos horas, sino a opinar sobre un libro previamente leído por los concurrentes. Esto que parece algo simple y fútil, representa un enorme triunfo de una civilización y de una cultura que muchos dan por amortizada en la historia, y si no recordemos cuántas veces oímos hablar de la decadencia referido a la sociedad y a la cultura si no de nuestra patria chica, de Europa u Occidente, entre otros aspectos. El que un grupo de, supongamos, quince o veinte personas se conozcan y lleguen a la conclusión de que les interesa la lectura, no los libros, cosa bien diferente, y que a su vez lleguen a ponerse de acuerdo milagrosamente en elegir un libro común, para veinte días más tarde reunirse y dar rienda suelta de manera totalmente libre cada uno a su opinión sobre el mismo, hasta incluso dar lugar a un enfrentamiento educado y exclusivamente verbal, no deja de constituir uno de esos fenómenos prodigiosos en el que los seres humanos oficiamos como tales. Si a esto le acompañamos que en estos clubs no se pagan cuotas ni se pasa lista, al menos en su mayoría, tendremos un modelo de cómo se puede construir un espacio de encuentro en el que predomine la libertad, la tolerancia y el disfrute de las literaturas en el sentido más amplio del término.
Pero, ¿quiénes son los lectores de estos clubs: jubilados que huyen de los parques y de las partidas de naipes, amas de casa que han recalado ahí porque los recortes del ayuntamiento las han dejado sin curso gratuito de tejido crochet, solitarios sin nombre, profesores de literatura en misión apostólica, solteros entrados en años en busca de sueños…? Ahora es cuando tendría que decir que no y largar una parrafada lírica y romántica sobre los apolíneos y sesudos lectores ideales; pero lejos de eso, los lectores de los clubs, de la mayoría de estos clubs, son como los anteriormente descritos, como ustedes y como yo, como el vecino del octavo a quien le enloquecen los libros de viaje, como la universitaria de la parada de autobús a quien le molan las novedades exóticas, como a mi tía Encarna que un día le declaró su rendido amor a Faulkner, como todos los que nos refugiamos en la lectura por mil y un motivos.
Por otra parte, no todos los clubs de lectura son iguales. Los hay en los que uno o dos de sus miembros ofician de sumos sacerdotes con palabras doctorales, mientras los demás se limitan a matizar algún concepto, pero al final todos se marchan felices por tener el privilegio de pertenecer a esa élite. En otros prima el deseo de permanecer juntos un par de horas compartiendo algo que posiblemente sea difícil en estos tiempos, la visión íntima del mundo a través de lo que te ha inquietado o te ha fascinado de un libro, en aras de dicho principio las palabras son pesadas y medidas para no desacreditar la opinión de tu compañero, con quien te une algo más que un desacuerdo. Y tantos otros tipos de clubs como gustos y caracteres humanos podamos imaginar. Pero a mí los que más me gustan, son los que concitan a lo que podríamos llamar lectores puros, aquellos que leen sin prejuicios de ninguna clase, sin pensar en tiranías ajenas, ni siquiera en lo que van a aportar el día de la exposición, aquellos a los que no les tiembla la lengua al decir que una obra clásica, admitida como dechado de perfecciones, les ha aburrido, aquellos que, aún perteneciendo a universos muy diferentes, se reconocen en un libro cada vez que coinciden en una cafetería, en un supermercado o en la consulta del médico, aquellos entre quienes hay uno que ameniza el encuentro con galletas de jengibre o financiers, uno que invita a escritores amigos de los que se leerá alguna obra y serán sometidos a la curiosidad de los participantes, y uno, que nunca falta, que será el que custodie el fondo común y voluntario para invitar a nuestro escritor visitante a una cena que prolongará la sesión, tras la cual se le hará entrega de un sencillo obsequio por el lujo de habernos hecho participar con su presencia de una dimensión más de la lectura; y uno al fin, cuyo equilibrio entre sabiduría y silencio modera las divergencias, fruto de la sinceridad, como cada uno con su exquisita singularidad.
Sea como fuere, demos la bienvenida a la proliferación de los clubs de lectura por todas la geografías, sobre todo si han sido creados al margen de las instituciones al uso, por aquello de preservar la libertad, sin la cual no existiría la disidencia, germen de todos los cambios que convierten la existencia en una aventura continua, sobre todo si hablamos de literatura, de buena literatura.
Da gusto leer tu articulo y sentirse reconocido