¿Qué fue de la modernidad?
¿Qué fue de la modernidad? Gabriel Josipovici. Turner. 262 páginas. 18 €.
I. No hay palabra que no me lleve a ponerme en guardia
En 1864, con veintitrés años, Mallarmé le escribía a su amigo Henri Cazalis: «Paso los días en completo abatimiento, aplastado por la abulia; de aquí saldré embrutecido, anulado». Poco después comenzó a trabajar en su tragedia en verso Herodías; pero no tardó en sucumbir a otra crisis de impotencia creativa:
Sobre todo, me desespero conmigo mismo. Tras mirarme el rostro inexpresivo y mustio, me aparto del espejo; incapaz de blandir la pluma ante la hoja en blanco, me echo a llorar. A mis veintitrés años, cuando las personas que apreciamos viven rodeadas de luces y guirnaldas, a esta edad que es la única en que puede alumbrarse una obra maestra, ¡ya me siento viejo, acabado!
Casi cuarenta años después, en 1901, un joven poeta austriaco, Hugo von Hofmannsthal, escribía un extraño opúsculo en el que trataba de explicarse a sí mismo, y explicar de paso al mundo, las razones por las que se había visto obligado a suspender su prometedora carrera poética. El texto va en forma de una carta supuestamente escrita por lord Chandos, joven terrateniente inglés del periodo isabelino, a un viejo amigo, que no es otro que el filósofo y político Francis Bacon, a quien da cuenta de su caso:
He perdido totalmente la facultad de reflexionar o hablar sobre no importa qué cosa de forma coherente. Al principio se me fue haciendo paulatinamente imposible hablar sobre un tema elevado o general y para ello llevarme a la boca aquellas palabras de las cuales suele valerse todo el mundo sin pensárselo y con soltura. Sentía un malestar incomprensible con tan solo pronunciar las palabras «espíritu», «alma» o «cuerpo».
Poco a poco, el mal fue adueñándose de toda la lengua; hasta que fue incapaz de aprehender las cosas «con la mirada simplificadora de la costumbre»:
Todo se me deshacía en partes, las partes de nuevo en partes, y nada quedaba que pudiera aprehenderse con un concepto. Las palabras sueltas flotaban a mi alrededor; se volvían ojos que me miraban fijamente y que yo había a mi vez de mirar; remolinos que giran sin cesar; eso es lo que son, a través de los cuales se llega al vacío y en los que la mirada produce vértigo.
Tratando de salir de semejante estado, vuelve la vista a los antiguos:
Pensé sobre todo en cultivar el trato con Séneca y Cicerón. Con esa armonía de acotados y ordenados conceptos esperaba sanar. Pero no pude acceder a ellos. Esos conceptos yo los entendía perfectamente: veía ascender ante mí su maravilloso juego de relaciones, como magníficos surtidores de agua que juegan con bolas doradas. Podía quedarme suspendido a su alrededor y verlas jugar entre ellas; pero solo se relacionaban entre sí, y lo más profundo, lo personal de mi pensamiento quedaba excluido de su corro. Entre ellas, se apoderó de mí el sentimiento de terrible soledad; me sentía como quien se hallase encerrado en un jardín con nítidas estatuas sin ojos.
«Desde entonces -continúa- llevo una existencia que usted, me temo, apenas podría concebir dado su fluir tan vacío de espíritu, tan vacío de pensamientos». De puertas afuera, es uno de tantos; pero en su fuero interno es alguien que ha experimentado una profunda transformación. En esa existencia, con todo, no faltan los buenos momentos; solo que también le abandonan las palabras para expresarlos:
Pues se trata de algo totalmente innominado y también probablemente apenas nombrable lo que en semejantes momentos -llenando, cual recipiente, cualquier aparición de mi entorno cotidiano con un desbordante caudal de vida superior- se me anuncia. (…) Una regadera, un rastrillo abandonado en el campo, un perro tumbado al sol, un mísero cementerio, un lisiado, una granja pequeña, todo esto puede llegar a ser el recipiente de mi revelación.
Al margen de tales sensaciones, que no sabe si atribuir «al espíritu o al cuerpo», lleva una existencia «de vacío apenas imaginable»; más penosa si cabe por la conciencia de que, como concluye:
Tampoco el año que viene, ni el otro, ni en todos los años de mi vida escribiré ningún libro en inglés ni ningún libro en la latín; y eso por el motivo cuya rareza, para mí tan penosa, dejo a la discreción de su infinita superioridad espiritual, de mirada no cegada, situar en el reino, extendido armónicamente ante usted, de los fenómenos espirituales y corpóreos; y es que la lengua, en la que tal vez me estaría dado no solo escribir, sino también pensar, no es el latín, ni el inglés, ni el italiano, ni el español, sino una lengua de la que todavía no conozco ni una sola palabra, una lengua en la que me hablan las cosas mudas y en la que quizá algún día, en la tumba, haya de responder por mis actos ante un juez desconocido.
(…)