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Los infiltrados, los encapuchados y el Subcomandante Marcos

Por Layla Martínez.

La paranoia colectiva

Los enfrentamientos de una parte de los manifestantes con la policía el 25 de septiembre sacaron a la luz una tensión que en realidad ya estaba en el movimiento desde su origen en el 15M: la discusión sobre la violencia y la relación de esta con la infiltración policial. Los vídeos difundidos primero en las redes sociales y luego en la prensa en los que se veía a policías de paisano gritando “soy compañero” o realizando detenciones, hicieron que esa tensión, que solo se había manifestado de forma superficial en el 15M, estallara ahora con toda su fuerza, generándose una situación que rozaba la paranoia colectiva y que dañó enormemente las futuras acciones del movimiento. De hecho, en la siguiente convocatoria, el 29 de septiembre, se vivieron escenas vergonzosas para el movimiento, aunque muy interesantes desde el punto de vista del análisis político: sospechas de cualquiera que llevase un pañuelo al cuello o una capucha en la sudadera, insultos contra los manifestantes que tenían una actitud de confrontación e incluso enfrentamientos físicos entre los que decidían cubrirse el rostro y los que les acusaban de infiltrados. En suma: la evidencia palpable de las debilidades teóricas y prácticas del movimiento, además de una buena forma de alegrarle el fin de semana a algún que otro interesado en que todo saliese mal.

Si se analiza con frialdad, lo sucedido entre estas dos fechas, el 25 y el 29 de septiembre, resulta tremendamente interesante, porque pudimos asistir en directo al despliegue por parte del poder de las estrategias necesarias para hacer que el movimiento se desmoronase, a pesar de que había conseguido una victoria inicial el día 25 en cuanto a convocatoria y visibilización del conflicto. Las cargas policiales, planeadas de antemano para las siete y las nueve y media de la tarde, sirvieron no solo para reprimir a los manifestantes y mostrar la violencia que es capaz de ejercer el Estado, sino también para desplegar una estrategia dirigida a conseguir dos objetivos: dividir al movimiento y desviar la atención de sus reivindicaciones. El día siguiente, el discurso en los medios giraba en torno a si la actuación de la Policía estaba justificada o no, cuando en realidad las cargas iban a producirse igualmente, como demostró el hecho de que estuviesen programadas para unas horas determinadas. No fueron los policías infiltrados ni los manifestantes violentos los que las desencadenaron: iban a producirse pasase lo que pasase porque eran parte de la estrategia, porque al día siguiente iba a desplegarse un discurso sobre la violencia destinado a provocar la parálisis del movimiento. De hecho, cualquiera que se encontrara en Neptuno el día 25 pudo verlo: las cargas se produjeron de forma independiente de las acciones de los manifestantes y de los movimientos de los diputados, que no salieron del Congreso en ese momento ni lo hicieron por esa plaza, sino por una calle paralela. Se hizo porque estaba planeado, porque era parte de la estrategia.

Al día siguiente, eran los medios los que tenían que jugar su papel. Obviamente no recibieron una llamada diciéndoles lo que tenían que decir ni fueron dirigidos de forma directa por el poder. No hacía falta: lo hicieron solos. La lógica de la espectacularización que guía a los medios iba a hacer que las imágenes más violentas fuesen las que iban a seleccionarse para ser emitidas una y otra vez. Cuanta más sangre, mejor. Y esas imágenes iban a centrar el debate inevitablemente en la violencia, ya sea para estar a favor o en contra de la actuación policial, para considerar al movimiento víctima o verdugo. Se conseguía así un primer objetivo: enterrar las reivindicaciones del movimiento debajo de un montón de tertulianos que debatían sobre la violencia.

El segundo objetivo era más difícil de conseguir, porque implicaba la participación del movimiento, aunque fuese de forma involuntaria: generar fracturas internas que lo dividiesen. Al caer en el debate sobre de quién era la culpa de las cargas -en el que nunca se debió entrar y menos con una argumentación tan débil como la de que todos los encapuchados eran infiltrados-, se generó la división del propio movimiento, que intentó aislar a los que consideró “violentos” para que no los relacionasen con ellos. Es decir, se puso a la defensiva, y ahí esta el error, porque entró en un juego que no podía ganar, en un debate en el que no manejaba los tiempos ni los conceptos y en el que no podía participar libremente. La distinción entre manifestantes violentos y manifestantes no violentos es una distinción del poder, hecha para crear fracturas y aislar a los núcleos más radicales de una protesta, que son los que pueden llevarla más lejos y crear una situación potencialmente desestabilizadora para el sistema. En lugar de entrar en ese debate, una estrategia mucho más exitosa hubiese sido darle un significado distinto a lo que significa ejercer violencia, vincularla con los desahucios, con el paro, con la precariedad laboral. Eso habría hecho fuerte al movimiento y le habría hecho ganarse apoyos más amplios, pero se eligió otra vía distinta y fracasó.

Según iba aumentando la presión sobre el movimiento, las acusaciones crecían, hasta casi generarse una paranoia colectiva con los infiltrados y los encapuchados en la siguiente convocatoria. En los cuatro días que van del 25 al 29 de septiembre, la victoria inicial se convirtió en una derrota como consecuencia de la división y la parálisis a la que llevó. El movimiento había caído en la estrategia del poder. Los objetivos de invisibilización de las demandas y división se habían cumplido.

 

La capucha como símbolo

El acto de cubrirse el rostro ha sido una constante en muchos de los movimientos que se han levantado o han resistido al poder en los últimos años. Esta acción tiene una doble finalidad: es un acto de protección, pero también es un símbolo. Cubrirse la cara evita que seas identificado, que puedan situarte en un determinado acto con las fotos o vídeos posteriores, que puedan incluirte en las listas negras que maneja la Delegada del Gobierno. Los que asistieron a la concentración del 25S pudieron ver cómo la policía les grababa con videocámaras, independientemente de lo que estuvieran haciendo, solo por estar allí. No identifican únicamente a los que cometen actos violentos, no hacen esa distinción: todos son potenciales enemigos, como dijo el jefe superior de la Policía de Valencia después de la protesta en un instituto de secundaria.

Pero además, cubrirse el rostro tiene también un fuerte peso simbólico, y para un movimiento político, los símbolos son tan importantes o más que los hechos. La historia del movimiento obrero en Europa no puede entenderse sin la Comuna de París, que no fue importante como hecho –la toma de la ciudad por los sublevados solo duró dos meses y el levantamiento fue masacrado-, sino como símbolo: en la Comuna se compuso la Internacional, se utilizó por primera vez la bandera roja y el recuerdo de lo sucedido estuvo siempre en la memoria colectiva del movimiento obrero. Por ello, cubrirse el rostro es un símbolo muy poderoso frente a un poder que se basa en la identificación y la clasificación, porque implica negarle esa capacidad. Implica decirle que no se está ahí en tanto que individuo, sino como parte de una colectividad, de una comunidad. Que no eres alguien con nombres y apellidos, sino que puedes ser cualquiera. Y cuando puedes ser cualquiera, eres todos.

 Todos los movimientos que han comprendido o han intuido esta carga simbólica han usado el pasamontañas o la capucha como símbolo, desde los zapatistas en México a los árabes en Palestina, pasando por el movimiento antiglobalización, los disturbios en Grecia o los conflictos mineros en Asturias. Cuando un minero se cubre la cara no lo hace porque sea un infiltrado ni porque tenga miedo, lo hace porque es un símbolo que muestra su lucha y que dice que esa lucha no es por él, sino por todos los que van a quedar en la calle como consecuencia del cierre de las minas. Cuando un minero se cubre el rostro, todos somos él.

 Es cierto que la Policía distribuye agentes de paisano en todas las manifestaciones importantes y que los infiltra en los movimientos sociales. Algunos se cubren la cara y otros no, pero en realidad esto debería ser secundario para un movimiento como el del 25S, porque un movimiento masivo, fuerte y sin líderes, no puede ser dirigido por ningún infiltrado. En cambio, cuando se introduce la sospecha y la división, es cuando el movimiento es derrotado. Todos los que estén de acuerdo con las reivindicaciones del 25S deberían preguntarse quién gana con esa división, quién sale favorecido con esa prohibición de llevar capuchas en las manifestaciones. En mi opinión, la respuesta es clara: el poder. Con ello consigue no solo una más fácil identificación de los manifestantes, sino también acabar con un símbolo muy poderoso, el único capaz de mostrar que cualquiera podemos ser ese minero, ese joven griego, ese indígena zapatista. Y si podemos ser cualquiera, somos todos.

 

El ejemplo del Subcomandante Marcos

Una buena forma de arrojar luz sobre este debate es analizar el ejemplo de los zapatistas en México. Los zapatistas consiguieron que un grupo armado, que se llamaba a sí mismo ejército –EZLN, Ejército Zapatista de Liberación Nacional-, y que hablaba a través de un portavoz vestido con ropa militar y cubierto con un pasamontañas pudiera no solo hacer llegar su discurso al mundo entero, sino además ganarse su apoyo en la lucha. A pesar de los esfuerzos del gobierno mexicano por hacer que fuesen vistos como terroristas y a pesar de que parecían tenerlo todo en contra –la estética, las armas, la violencia- el Subcomandante Marcos consiguió convertir el acto de cubrirse el rostro en un símbolo, consiguió construir un discurso en el que el pasamontañas no solo era un elemento de protección, sino sobre todo un símbolo de que la lucha de los de abajo no tiene rostro porque tiene muchos.

Frente a un poder que es fundamentalmente orden y que por eso necesita identificar y clasificar, los zapatistas pusieron como símbolo un pasamontañas, que es la negación de ese intento de identificación y clasificación. Frente a un poder que es fundamentalmente orden, el pasamontañas es un símbolo y un arma poderosa, porque el poder no puede manejarse en ese anonimato, es esa indeterminación. Al construir un discurso propio en torno al pasamontañas, los zapatistas evitaban que tuviese el significado que le da el poder, que es el de ser una prenda propia de delincuentes y terroristas. Es decir, evitaban caer en debates estériles que dividiesen y dañasen al movimiento.

En mi opinión, esta en una importante lección que aprender para otras luchas, porque la ausencia de un discurso propio hace que sean otros los que hablen por el movimiento, y nunca será en su beneficio. Al contrario, harán que caiga en enfrentamientos internos que acabarán paralizándolo, como de hecho ha sucedido. Si un movimiento quiere conseguir cambiar las cosas, primero tiene que aprender a hablar por sí mismo, a construir su propio discurso y su propia práctica. Mientras no lo haga, puede que no sea dirigido por los infiltrados, pero sí por los medios, que nunca fueron otra cosa que los altavoces del poder.

 

 

2 thoughts on “Los infiltrados, los encapuchados y el Subcomandante Marcos

  • !Los infiltrados, los encapuchados y el Subcomandante Marcos! buen artículo de Layla Martínez

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  • Es lamentable la represión sufrida el 25 de septiembre, pero en la lucha, siempre habrá derrotas y sacrificios de los cuales debemos aprender, para poder modificar nuestra estrategia. Tanto en España, como en México, los indignados todavía estamos viviendo un proceso de improvisación y espontaneidad, porque nos falta unidad y organización, ademas de manifestar ante los compatriotas, cuáles son nuestros objetivos inmediatos y las formas de lucha que proponemos. Es necesaria una representación colectiva regional que se avoque a la redacción de un programa de lucha viable y no se siga callendo en la improvisación, si queremos llevar a cabo un cambio verdadero que mejore las condiciones de vida de nuestras familias y de las fururas generaciones.

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