Los grandes premios literarios y la cultura de masas
Por Ignacio Gómez-Cornejo.
Si algo ha propiciado la globalización en cuanto a cristalización de medios e instrumentos de comercialización culturales es la inaudita desvergüenza o la “decomisación” de los antaño ímprobos esfuerzos por parecer casta esa mujer del César que ya sabíamos todos desde hace años que era meretriz. Como bien cuenta Sanchez Ferlosio en su interesante ensayo sobre la economía y la crematística de los medios de producción (“Non olet”, en cuanto a esa cínica frase atribuida a el emperador Tito, de que el dinero del impuesto de las letrinas romanas, “no huele”) es a finales de los años veinte cuando el sistema capitalista descubre que los medios de producción no tienen por qué estar a merced del consumo, sino que los medios de producción blandiendo y operando con ese cañón Bertha de la Publicidad es capaz de trocar los signos y en una verdadera revolución copernicana de la economía planetaria convertir a los medios de consumo y a los consumidores en inanes peleles de los medios de producción. Quizá la economía colapsó por ese desequilibrio cuyo fin era el del propio crecimiento sin control. La publicidad fue siempre la levadura que estimuló desde la televisión y los llamados mass-media la compra como fenómeno en-sí, como acción que se define por sí misma. Todo este exordio para lanzar una pregunta, ¿se han visto sometidos los medios culturales, la industria del libro bajo la incuria de tales estrategias rapiñosas y de qué forma? La respuesta como todos sabemos es que sí, y un arte como es el de la literatura, que parecía verse al margen quizá de la industria cultural y banal del entretenimiento se ha ido viendo cada vez más fagocitada y sometida a esa ley procaz del mercado que consiste en crear y re-crear consumidores (en este caso lectores) desde la atalaya publicitaria, solo que además la literatura se ha pertrechado con un elemento mágico (en cuanto a que aún explota el pensamiento mágico y tiene sus magos y demiurgos) y es el de los grandes premios literarios, fastuosos y bendecidos no sólo por jurados constituidos por grandes o medianos intelectuales y figuras literarias dotadas de poderes chamánicos, sino avalados por un premio en metálico que no sólo esta vez ha olido, sino que su perfume pecuniario ha ayudado a dotar a su mágica aureola de un rasgo distintivo y a la vez justo: el dinero concede el grado de grandeza que además un público consumista refrenda a su vez adquiriendo la obrita premiada(primera edición: 150000 ejemplares, se podía leer hasta hace poco en algunas fajas), en un alarde brillante de publicidad que la propia realidad se encarga de legitimar mediante su producción previamente incentivada con las grandes tiradas. Pero la desvergüenza de algunas editoriales al desenmascararse en cuanto a sus propósitos no sólo no ha deslegitimado ni restado un ápice de su supuesta moral y distinción sino que las ha situado ante un paradigma comercial (lo que antes era prostituirse ahora es venderse, la mujer del césar es puta y se la aplaude por hacer gala de ello) apuntalado no sólo por la omnímoda publicidad sino por esa peculiaridad referida sobre la base mágica-comercial de los premiados. Cuando en el año 64 Umberto Eco publicó Apocalípticos e Integrados, analizó en esta obra la ya no distinción entre aristocracia cultural productora y consumidora y masa desculturalizada a veces consumidora; pero no negó el papel de algunos escritores, artistas e intelectuales que simplemente cubrirían al rol de interpretar el papel de artista con el fin de producir ese objeto artístico que bien llegaría a cualquier clase cultural dentro de la gran cultura de masas. Internet nos ha refrendado el augurio, y la mediatización de la cultura es capaz de hacer que los escritores sean a su vez lectores (el bloguero, los foros, el libro autoeditado) yendo incluso más allá y logrando que el libro en papel ceda espacio al libro electrónico, en una esclerosis de producción desde internet donde el mercado del libro queda ahora mismo puesto y entredicho no sólo por la abracadabrante propuesta de títulos diarios sino por la propia fugacidad del éxito y el reinado de la cultura popularizadora y popularizante; cuando hace veinte o treinta años un éxito podía estar en las librerías cuatro o seis meses como superventas ahora lo más son cuatro o seis semanas, si acaso. Por eso quizá los premios literarios suntuosos y pre-concedidos se han arrogado paradójicamente de esa legitimidad de poder ser precisamente porque la elección del autor de talento es cada vez más popular, depende más del azaroso rumbo de internet, del boca-oreja, en fin de una serie de mecanismos ajenos a la crítica y a los suplementos literarios, que en cierta medida nivela en cuanto a selección natural el que una editorial decida a priori investir con la tiara del superpremio, tiara o solio que a fin de cuentas vive de créditos aún del pasado, cuando quizá casi todos los participantes al concurso eran leídos y las reglas de selección eran cuidadosas y pretendidamente justas. Oh tempora oh mores, pero hete aquí que ante el retroceso lento del libro en papel y la cada vez mayor conquista de los Amazon y compañía llegará un momento que económicamente sea difícil la justificación y soportación de estos premios fastuosos y pre-concendidos, así que no seamos tan críticos y contentémonos con al menos ese espectáculo de la vanidad y del escritor “inventado” porque dentro de unos pocos años lo echaremos de menos, serán algo así como materia nostálgica y expresión de unos tiempos de cambio que nadie supo del todo entender y que respondían a un nuevo modelo bajo constante revisión.