Cálamo apuesta por Machado
Antonio Machado: Campos de Castilla
Editorial Cálamo, Palencia, 2012
Por Ricardo Martínez
Al abordar, a fecha de hoy, la obra de este poeta que ha cantado al paisaje como pocos: “Un año más. El sembrador va echando/ la semilla en los surcos de la tierra./ Dos lentas yuntas aran,/ mientras pasan las nubes cenicientas/ ensombreciendo el campo,/ las pardas sementeras,/ los grises olivares” Que ha cantado, también, con su espíritu observador y sobrio, la realidad sociológica de su amada patria: “La España de charanga y pandereta,/ cerrado y sacristía,/ devota de Frascuelo y de María,/ de espíritu burlón y de alma quieta” comprobamos hasta qué punto su figura se ha convertido con el tiempo, no solo en la referencia de un hombre “en el buen sentido de la palabra, bueno” sino, en cierto modo, en paradigma de un hombre comprometido con aquello que más le vincula, su paisaje y su paisanaje.
Todavía, me temo, perdura en la memoria de la gente no solo su mensaje literario, esa sequedad expresiva (castellana) que aludía a la realidad cotidiana como un ejercicio didáctico, sino de su compromiso con una idea de sociedad y de justicia. Algo a lo que ha sido, con su vida, estrictamente fiel. Tanto que hubo de morir en el exilio, como prueba de fidelidad a sus ideales.
Quizás, al leerle, sea necesario el recordarle (el rememorarle) por cuanto en la actualidad no es frecuente una figura así. Y la culpa de ello la tienen, a mi entender, no tanto esos versos rimados y un tanto cantarines que aluden al día a día de los comportamientos y las cosas, sino sobre todo a lo que, con el tiempo, ha constituido un legado literario y humano difícil de ignorar, sobre todo por la solidez de su pensamiento. Y, sobre todo, el vínculo con un paisaje. Paradigmático en este caso, cual es el de Castilla.
Solo hay que acudir a sus ‘Proverbios y cantares’ para obtener buena muestra de ello; algo que a la largo del tiempo se ha convertido, creo, en su legado más permanente. Un legado que encierra en buena parte un discurso triste, casi desolado: “La luz nada ilumina y el sabio nada enseña./ ¿Qué dice la palabra? ¿Qué el agua de la peña?” Y concluye, en su alusión siempre directa al hombre (a sí y al otro): “El hombre sólo es rico en hipocresía./ En sus diez mil disfraces para engañar confía:/ y con la doble llave que guarda su mansión/ para la ajena hace ganzúa de ladrón” Duros tiempos los suyos, allá por los comienzos del siglo pasado, más, acaso, preludio de tiempos que hoy se prolongan otro tipo de desesperanza y, lo que es peor, de desconfianza.
El libro, editado con exquisito esmero, viene acompañado con láminas en color de uno de los pintores más representativos del paisaje castellano, Díaz Caneja. Una compañía gráfica que invita al silencio y, en ello, a reparar sustancialmente en el elaborado contenido de estos textos no del todo añejos.
¿Sería mucho rogar que, en los libros de cierto peso como son nuestros clásicos, encargarán la reseña a un profesional de la crítica?