La novela de tu vida: Rocío Carmona
Por Rocío Carmona*.
Madame Bovary, de Gustave Flaubert.
Con los libros pasa como con las canciones: cuesta quedarse sólo con uno. Cada momento tiene su banda sonora y su novela, y aunque alguna vez podamos repetir una u otra, nunca leemos con los mismos ojos ni escuchamos con las mismas orejas. ¿Quién no se ha sorprendido al cabo de unos años releyendo una novela que en su día le fascinó y luchando por recordar por qué diablos encontraba tan encantador a cierto personaje?
Esto mismo me sucedió hace más de una década con Madame Bovary. Creo que fue la primera novela “de adultos” que leí, alrededor de los trece o catorce años, quizá incluso antes si soy estricta con la cronología. En mi casa no había demasiados libros, así que el lector podrá comprender mi excitación cuando en la época que relato mi familia decidió mudarse. El primer día que pusimos los pies en nuestra casa nueva, entre toneladas de polvo y periódicos viejos descubrimos una estantería con media docena de novelas encuadernadas en piel. Aquellos libros, abandonados a su suerte por su anterior dueño, fueron a parar a las manos adecuadas. Los acaricié intrigada, les quité el polvo con el trapo que llevaba en la mano y los reverencié como lo que eran: un auténtico tesoro. Casi tan valioso como la pila de Interviús viejos y revistas satíricas que encontró mi hermano mayor escondidos en otro armario.
Una de esas novelas era Madame Bovary. No recuerdo por qué, de todos los libros de aquella pequeña colección, decidí empezar por la obra de Flaubert. Aquellos volúmenes no tenían contracubierta, así que es difícil que me decidiera sólo por el interés de la trama. Supongo que me llamó la atención el título en francés, un idioma que empezaba a estudiar en la escuela y cuya pronunciación exótica me hacía soñar con señoras elegantes y paseos al lado del Sena.
El caso es que abrí el libro y quedé atrapada entre sus páginas. Me recuerdo leyendo a la hora del desayuno, removiendo sin mirar un vaso con café con leche donde el café era casi testimonial; al regresar de la escuela con el bocadillo en la mano; por la noche mientras el televisor atronaba con el noticiario. Más que leer, devoré la historia de Emma Bovary. Por aquel entonces nada sabía yo del amor −¿alcanzamos a saber algo alguna vez?−, pero me pareció que su sufrimiento y sus anhelos tenían algo de universal, y sin entender muy bien por qué empaticé con sus cuitas y su creciente desprecio hacia su marido. ¡Qué aburrido me parecía Charles! ¡Qué injusta la vida que condenaba a Emma a vivir una existencia insulsa al lado de alguien que no la merecía!
La adolescencia es una etapa necesariamente egocéntrica y rebelde, y quizá fueron esas dos características de Emma las que nos conectaron y la convirtieron en uno de mis personajes fetiche de entonces. Un tiempo después leí Ana Karenina, instigada por un profesor que no se creía que hubiera leído a Flaubert y que en mitad de una clase quiso ponerme a prueba preguntándome por el final. ¿Era Emma la que se tiraba a las vías del tren o era Ana? Lo del tren me impresionó y no paré hasta que conseguí un ejemplar del libro. Me resultó fascinante, pero incluso así, Ana no entró en el elenco de mis personajes favoritos hasta varios años después, cuando releí la novela y mis ojos, que ya eran otros, pudieron apreciar mejor la complejidad de su historia y de sus personajes.
¿Y qué pasó con Emma? Varios años después también releí su historia. Había olvidado muchos detalles de la historia, pero recordaba perfectamente las sensaciones que me había producido, y quise revivirlas en un ataque de nostalgia. El único problema era que ya no podía encontrarlas por ninguna parte. Donde antes me había parecido hallar a una mujer llena de glamour y digna de una serie de atenciones que no lograba recibir ni de su marido ni de sus amantes, sólo encontraba a una chica manirrota con un ojo terrible para los hombres, incapaz de encontrar nada positivo a su existencia privilegiada y buscando todo el tiempo algo que ni siquiera podía nombrar. Charles, que en mi adolescencia me había parecido un soso, me parecía ahora un hombre digno de lástima por haber cruzado su camino con el de semejante insatisfecha crónica.
A estas alturas el lector quizá se preguntará por qué he escogido como “novela de mi vida” una obra cuya segunda lectura me resultó tan decepcionante. La respuesta es que, a pesar de todo, no lo fue. Porque unos años más tarde volví a leer Madame Bovary. Lo sé, es una costumbre terrible pero no consigo sustraerme a ella. Y aunque Emma continuó pareciéndome fascinante y detestable a la vez, entendí en esta ocasión que si se comportaba así lo hacía servicio de la visión del mundo –nada amable, por cierto− que Flaubert había querido poner ante mis ojos. Y que aunque Charles seguía resultándome insufrible, él y su mujer, y el boticario Homais, y el notario y el comerciante Lhereux, se integraban en un modelo de sociedad, de familia, de pareja, de individuos, con los que el autor se mostraba muy crítico. Y además ¿quién no ha tenido alguna vez arrebatos de aburrimiento existencial à la Bovary?
En mi tercera lectura entendí , al fin, que el tiempo templa odios y filias, y que sin Madame Bovary nunca hubiera llegado a Ana Karenina, ni más adelante a Crimen y castigo, ni después a Rojo y negro… ni a tantas otras novelas de mi vida.
* Rocío Carmona es escritora y editora. Su segunda novela, El corazón de Hannah, está a punto de salir a la venta.