“La convivencialidad”, de Ivan Illich
Por Layla Martínez.
En apenas un año se han publicado dos de los libros más importantes de Ivan Illich, un autor hasta ahora desconocido en nuestro país. Los dos libros fueron escritos en la década de los setenta, así que puede resultar extraño que dos editoriales pequeñas, como Virus y Brulot, decidan rescatar del olvido ahora, cuarenta años más tarde, a un autor como Illich, con unas tesis que además atentan directamente contra la línea de flotabilidad del sistema. Sin embargo, cuando lees “La convivencialidad”(Virus, 2012) te das cuenta de la causa: Illich no solo hace un análisis impecable de las estructuras de dominación en el momento histórico en que nos encontramos, sino que además predice con escalofriante exactitud la crisis en que estamos inmersos desde 2008.
El buen ensayista político es aquel que es capaz de ver los ciclos históricos largos que se intuyen en los sucesos cotidianos. Es decir, aquel que es capaz de despegarse de estos sucesos y ver en ellos las líneas comunes, la dirección de los procesos históricos más amplios. Por ejemplo, el análisis importante hoy en día no es el que detalla cada uno de los recortes que se están produciendo en los diferentes países, sino el que da cuenta de la estrategia planificada de destrucción del Estado del bienestar que empezó en la época Tatcher-Reagan y que aún no tiene fecha de cierre. Y eso es lo que hace Illich: a pesar de que cuando él escribe los libros, los valores de la sociedad industrial están plenamente vigentes, es capaz de advertir ya los primeros signos de agotamiento en ellos y de predecir su evolución futura. Es decir, es capaz de arrojar luz sobre nuestro presente, cuarenta años más tarde.
Para Illich, el capitalismo es mucho más que una forma de organización económica: es una forma de dominación que ha ido colonizando cada vez más espacios, extendiendo sus estructuras de control a todas las instituciones sociales. La lógica de la producción industrial capitalista –basada en un crecimiento permanente y exacerbado- ha salido de la fábrica y se ha extendido a la escuela, los hospitales, el sistema de transportes, la construcción de viviendas, la alimentación. Es decir, las instituciones sociales que antes eran ajenas a la lógica industrial han ido adaptándose a ella cada vez más, hasta acabar respondiendo a las necesidades de dominación y control del sistema. No solo han perdido su objetivo de solucionar un determinado problema social, sino que se han vuelto contra la propia sociedad y se han convertido en nocivos para los individuos. Un buen ejemplo sería la medicina, que nace como disciplina científica a finales del XVIII con el objetivo de curar enfermedades, pero que poco a poco se va convirtiendo en una estructura de dominación al servicio del sistema, porque sustituye su objetivo de curación por el del control de los cuerpos: se patologiza a la sociedad; se crean múltiples trastornos psiquiátricos que antes no existían o eran solucionados por otros medios; se sobremedicaliza a la población, especialmente a la infancia; se experimenta con la creación de enfermedades y nuevas cepas de los virus en los laboratorios, y se despoja a la población de los conocimientos sobre los cuidados de su propio cuerpo. Otro buen ejemplo sería el automóvil, que nace para acortar los tiempos de desplazamiento y acaba convirtiéndose en lo que determina la estructura de nuestras ciudades y lo que hace que respiremos un aire lleno de contaminación, cuando es colonizado por la lógica de la producción exacerbada.
Así, Illich traza un análisis brillante de la evolución de las formas de dominación, que han hecho que el hombre se convierta en esclavo de sus propias herramientas, de las instituciones y bienes que debían haber estado a su servicio. El ser humano se convierte en un apéndice de la Máquina. En este estado de cosas, si la deriva del sistema no se detiene, Illich predice una profunda crisis social y económica, ya que el crecimiento exacerbado es insostenible a largo plazo. El fin de esa crisis tendrá dos resultados posibles: la instalación de lo que él denomina un “fascismo tecnoburocrático” capaz de mantener el control sobre la población a pesar de que el crecimiento se haya detenido y los valores sobre los que se sustentaba sean cuestionados, o la puesta en marcha de un sistema político distinto, basado en lo que llama “la convivencialidad”. Es decir, la creación de una sociedad en la que la producción de bienes y servicios esté al servicio del ser humano y no de las necesidades de un grupo dominante. Para ello, Illich apuesta por acabar con la idea del crecimiento y pensar en una sociedad mucho más austera pero mucho más libre, en la que la Máquina sea esclava del hombre y no al revés. No se trata de abolir la tecnología ni instituciones sociales como la escuela o el sistema médico, sino de fijar colectivamente los fines que deben seguir y los límites a los que deben ceñirse para no volverse nocivos, lo que conecta con las actuales teorías del decrecimiento.
Posiblemente este es el punto donde las tesis de Illich resultan más débiles, porque ¿cómo saber cuándo se va a traspasar ese umbral en el que lo que debería servirnos se convierte en nocivo para nosotros? Eso puede saberse más tarde, cuando empiezan a producirse las consecuencias de haber traspasado ese umbral, pero es muy difícil de ver en el momento. Illich propone establecer criterios colectivamente para situar en un punto concreto ese umbral, y es posible que esa sea la única solución, pero sigue siendo algo muy poco preciso. En cualquier caso, es cierto que el autor no pretende establecer un programa para la acción, sino simplemente hacer un análisis teórico y presentar unas propuestas, dejando que las decisiones concretas sean tomadas de forma colectiva. Por otra parte, también podría criticarse el hecho de que el análisis que hace Illich no es tan novedoso: en la Grecia clásica, ya los sofistas criticaron que el sistema de enseñanza pública ateniense no tenía como objetivo conseguir la más completa educación de los alumnos, sino fabricar individuos funcionales para la polis. Sin embargo, esto no desmerece el ensayo de Illich, sino todo lo contrario: muestra que su análisis es correcto, y sobre un análisis correcto es más sencillo hacer unas predicciones y asentar unas tesis propias también correctas. En mi opinión, un libro brillante de un autor injustamente olvidado, que llega además en un momento en el que probablemente estemos más necesitados de construcción teórica que nunca.
———
La convivencialidad
Ivan Illich
Ed. Virus, 2012
200 pp, 15 €