Por Ignacio G. Barbero.

Todo ser humano nace inocente, sin malicia y confiado en sus más cercanos; frágil y dependiente, el bebé es incapaz de dañar voluntariamente. Sin embargo, cada uno de nosotros crecemos y, a medida que lo hacemos, desarrollamos hostilidades, odios, mezquindades, envidias y/o celos como resultado del encuentro entre nuestro carácter, fruto de la educación recibida, y las malas experiencias que hemos ido sufriendo a lo largo de la vida. Cualquier vicio, así, no es ni más ni menos que una reacción al descuido paterno y a la maldad que hemos observado y vivido . No la hemos traído al mundo al nacer.

Por otro lado, como reza la expresión popular: «nadie es mejor que nadie», a saber, innatamente mejor. A veces actuamos mejor que otras personas y en otras ocasiones peor, mas no estamos determinados por nacimiento a actuar siempre bien o siempre mal. Somos seres falibles, en esencia, y eso más que alejarnos nos acerca a los demás. Compartimos con los demás esa humanidad. Dentro de ella, en su raíz innata, poseemos una base innata no contaminada que, a pesar de que podamos realizar malas -o muy malas- acciones, permanece imperturbable y nos conecta con el resto de personas.

Una persona humana, que hace de esa mencionada raíz su principio de acción, es alguien amable, simpático, cariñoso y solidario. No cree que deba serlo, o que sea su “deber” el serlo; lo es. Trata bien a su prójimo no porque sea lo correcto, sino porque lo siente así. Lo siente así por simple empatía, por sencillo y natural sentimiento humano. «La bondad suprema es como el agua, que todo lo nutre sin pretenderlo», expresó Laozi con aguda finura. Una bondad no forzada ni condicionada, que no «intenta» hacer bien a los demás; lo hace, tranquilamente, sin obligaciones o presiones.

Ni el amor, ni la confianza , ni la limpieza de intenciones pueden ser ordenados. Ninguna medida de conducta puede hacer al hombre realmente bueno. Mientras que el imperativo moral sea algo externo al hombre, un asunto de “debes” y “no debes”, no puede hacerlo bueno en esencia; no puede transformar sus motivaciones. La forma imperativa de la ley, no tanto su contenido, presupone siempre la presencia en el hombre de un deseo contrario a la intención de la ley. Los sistemas morales tratan como culpables, de por sí, a los seres humanos, y por ello exigen un reformado comportamiento previamente legislado . Además, el dar preceptos morales implica forzar el libre albedrío propio del hombre y determinarle a que transgreda la ley. Donde existen imperativos, nos vemos tentados a ver hasta donde podemos llegar en los límites de lo prohibido.

No creo tampoco que, si queremos un mundo mejor, podamos generar una serie de principios racionales, una “Ética demostrada según el orden geométrico” que solvente el problema de raíz, porque en realidad aviva el mismo fuego que quiere apagar. Aludiendo a la necesidad de los axiomas éticos, que se siguen de una serie de razonamientos perfectos sobre nuestra condición y circunstancia, no invocamos un fundamento bueno que yace de nacimiento en el hombre, sino que tratamos de hacer que la voluntad se someta a los dictados de la razón. Con ello, fomentamos la esclavización forzada de nuestra persona entera a una parte de ella.  Hay que desterrar, en consecuencia, la idea de que «lo humano» es sinónimo de «lo racional». Esta característica esta sumida bajo nuestra compleja y polimorfa humanidad. Es una más dentro de muchas y no puede constituir su mayor determinación a la hora de fundar nuestra existencia.

El valor de la bondad natural es evidente e innato. No hay reglas que puedan hacerla aparecer porque ya está en nosotros; por el contrario, las normas de comportamiento impuestas -por tradición o por razón- la ocultan, censuran y posteriormente olvidan. Tenemos que ser conscientes de ello, porque atender al mundo sin la espontánea generosidad que de la bondad natural mana sólo hará que perdamos la posibilidad de ser ricos de corazón, que es, al fin y al cabo, lo que en esta vida realmente ganamos.

“El Maestro no tiene posesiones.

Cuanto más hace por otros,

mayor es su felicidad.

Cuanto más da a los demás,

más grande es su riqueza.” (Laozi)