Yo y mi chimenea
Yo y mi chimenea. Herman Melville. Ediciones Barataria. 128 pp. 10 €.
Yo y mi chimenea, dos viejos fumadores canosos, residimos en el campo. Estamos, puedo asegurarlo, bien asentados aquí, sobre todo mi vieja chimenea, que se asienta más y más cada día.
Aunque siempre digo “yo” y mi chimenea” como el cardenal Wolsey solía decir “yo y mi rey”, esta egocéntrica manera de hablar que me otorga prioridad sobre mi chimenea queda fuera de la realidad; en todo, salvo en la frase anterior, mi chimenea me precede.
Dentro de los treinta pasos del camino bordeado de hierba, mi chimenea -el enorme y viejo cuerpo de Enrique VIII de las chimeneas- se yergue en su totalidad ante mí y ante todas mis posesiones. Elevada hasta lo más alto de la colina, mi chimenea, apuntando como el telescopio monstruo de lord Rosse el meridiano de la luna, es el primer objeto que saluda al ojo del viajero que se aproxima, pero no es el último que el sol saluda. Mi chimenea, además, recibe antes que yo los primeros frutos de las estaciones. La nieve se posa sobre su cabeza antes que sobre mi sombrero, y cada primavera las primeras golondrinas construyen allí sus nidos, como si fuera el hueco de un tronco de haya.
Pero es de puertas adentro donde la preeminencia de mi chimenea resulta más manifiesta. Cuando recibo de pie en el cuarto trasero a mis invitados acompañado de ese objeto (y dicho sea de paso, sospecho que vienen más a ver a mi chimenea que a mi), no tanto delante como, hablando en sentido estricto, detrás de mi chimenea, creo que es, de hecho, la auténtica anfitriona. No pongo objeciones. En presencia de mis superiores, creo saber cuál es mi lugar.
A partir de esta habitual primacía de mi chimenea sobre mí, algunos incluso piensan que he entrado en un triste camino de retroceso; en resumen, que de tanto permanecer detrás de mi antigua chimenea, me he acostumbrado a situarme también por detrás de la actualidad, y que debo de andar atrasado en todo lo demás. Pero a decir verdad, nunca he sido un viejo compañero muy adelantado, ni lo que mis vecinos granjeros llaman un precursor. De hecho, esos rumores acerca de mi retraso son tan ciertos que tengo una curiosa manera de pasearme conmigo mismo con las manos detrás de la espalda. En cuanto a mi pertenencia a la retaguardia, en general es cierto que suelo estar detrás de mi chimenea -la que, dicho sea de paso, está en este momento delante de mí-, tanto en los pensamientos como en los hechos. En resumen, mi chimenea es mi superior; mi superior, también, ante quien humildemente me inclino con la pala y las tenazas como un servidor ante ella; aunque ella nunca me sirve ni se inclina ante mi; aunque si se inclinara sobre sus cimientos, lo haría en la otra dirección.
Mi chimenea es aquí la gran señora -el único gran objeto que domina, no tanto el paisaje como la casa; todo el resto de la cual, en cada detalle arquitectónico, como se comprobará en breve, está dispuesto, con toda claridad, no para cubrir mis necesidades sino las de mi chimenea, quien, entre otras cosas, ha ocupado el centro de la casa y a mi me ha dejado los agujeros y los rincones.
Pero yo y mi chimenea tenemos que explicarnos, y como ambos somos muy obesos, quizás debamos explayarnos.
En estas casas, que son estrictamente casas dobles porque la entrada está en medio, las chimeneas están por lo general en lados opuestos, de manera que mientras un miembro de la familia se calienta en un hogar construido en un recoveco del muro norte, vemos que otro miembro, incluso el hermano del primero tal vez, podría estar tendiendo los pies hacia un hogar del muro sur: ambos sentados, por tanto, prácticamente espalda contra espalda. ¿Es eso correcto? ¿No le parecería a cualquier hombre con sentimientos fraternos normales una especie de actitud asocial? Aunque muy probablemente este estilo de construir chimeneas lo inventó un arquitecto afectado por una familia pendenciera.
Por otra parte, casi todas las chimeneas modernas tienen un tiro independiente para cada hogar totalmente aislado desde el fuego hasta la salida. Al menos, esta disposición se considera conveniente. ¿No le parece algo individualista, algo egoísta? Pero aún hay más: todos estos tiros separados, en lugar de tener su propia mampostería independiente o de federarse a una unidad en el centro de la casa; en vez de eso, digo, cada tiro roe subrepticiamente las paredes; de manera que éstas son por aquí o por allá, o, de hecho, casi por todas partes, traidoramente huecas, y, en consecuencia, más o menos endebles. Por supuesto, la razón principal de esta forma de construir chimeneas es economizar espacio. En las ciudades, donde buena parte del espacio se vende por pulgadas, un espacio reducido sobra para una chimenea construida sobre principios magnánimos, y, como sucede con la mayoría de los hombres delgados, que casi siempre son altos, en esas casas lo que falta en anchura se tiene que compensar en altura. Esta observación es válida incluso en lo que respecta a muchas mansiones de gran clase, construidas por los más estilosos caballeros. Y sin embargo, cuando aquel estiloso caballero, el gran Luis de Francia, ordenó edificar un palacio para su favorita, madame de Maintenon, lo construyó, pero de una sola planta -de hecho, en el estilo cottage. Pero cuán inusualmente cuadrangular, espacioso y amplio en acres horizontales, no verticales.
(…)
*Este relato forma parte de la edición conjunta de dos novelas cortas de Herman Melville. Completa la edición la novela El pudín del pobre y las migajas del rico, cuyo fragmento podrán igualmente encontrar en las páginas de culturamas.es.