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Biblioteca Personal: Libros que me han hecho daño

Por Constantino Bértolo

 

Hoy libro. Mañana me pasaron otras cosas.
Martín López Navia

Todos sabemos que los libros han sido objeto de sospecha, condena y censura a lo largo de la

historia y no deja de ser significativo el que estas desconfianzas hayan tenido especial relevancia

justamente en culturas que encontraban en un determinado libro – la Biblia, el Coran- su

fundamento y que buena parte de la historia de la cultura venga dada por un largo repertorio de

luchas de libros contra libros, palabras contra palabras, frases contra frases. Combates que por

desgracia no se limitaban a constituirse como simples e incruentos enconos de papel sino – la letra

con sangre entra- que trataban de cerrar a sangre y fuego bocas y tintas previamente juzgadas por

herejía o anatema. Tales actitudes parecen ser ya hoy sin embargo mero recuerdo de un pasado

ignorante y dogmático que a todos nos parece remoto y obsoleto por más que la abolición del

famoso Indice de libros prohibidos con el que la Iglesia Católica pretendió librar a sus fieles de caer

en malas tentaciones lectoras no haya tenido lugar hasta 1965 . Más allá de algún caso puntual que

todavía pudiera citarse creo que bien podríamos afirmar que hoy es doctrina generalmente admitida

que los libros son uno de los pilares fundamentales de eso que más allá de fronteras y espacios

culturales concretos viene llamándose, de manera un tanto abstracta, la universal condición humana

confirmando aquel viejo ideal ilustrado que ve el libro como la mejor y más fértil compañía . De

ahí que pueda sorprender la licencia que me he tomado para dar nombre a la pequeña biblioteca

personal que da motivo a esta exposición. Conviene por tanto que adelante que si bien participo

plenamente – desde mi condición de lector laico desreligado- ese entendimiento del libro, así

tomado en general, como compendio de virtudes y cualidades favorables para la salud mental de

los ciudadanos y ciudadanas, sin embargo y a fuerza de ser sincero (sinceridad que ciertamente

nadie me reclama) he de confesar que, a la luz de mis propias experiencias y al menos en lo que a

mí se hace, la lectura de determinados libros- de los que luego daré relación- en concretas

circunstancias – de las que que igualmente trataré de dar breve noticia- me ha provocado daños

directos e indirectos que si en el momento de la lectura pudieran pasarme inadvertidos con el

propio transcurrir de la vida he podido inferir y confirmar que en aquellas lecturas tuvieron su

ocasión, origen y consecuencias. Y entiendo aquí por daño aquella acepción que en el Maria

Moliner se recoge en tanto “Efecto causado en algo o alguien que le hace ser o estar peor”. Daños

por tanto que habrían de manifestarse, en mayor o menor grado, en mis actitudes, entendimientos y

modos de ser y estar entre y con los otros.

El distanciamiento de la “inteligencia común” sobre el libro y la lectura que tal planteamiento

supone me obliga, claro está, a presentar mi caso con la humildad propia de quien pretende

mostrarse más como un resto o desvío que como una excepción significativa que pudiera poner

en cuestión el consenso o consentimiento general. Al fin y al cabo se trata de dar ocasión para

ofrecer una biblioteca personal, es decir, idiota en el sentido (y espero que solo en ese) que el

término poseía en el griego clásico. No está en mi ánimo retornar a Índices o Anatemas, amonestar

conciencias o poner al día reglamentos estéticos sobre actividades literarias peligrosas, nocivas

e insalubres. Pero tampoco se trata de hacer recuento morboso de aquellas lecturas más o menos

salaces que perturbaron las sangres adolescentes, las almas inmaduras y los cuerpos en formación

de lectores o lectoras de edades juveniles. Ni tan siquiera me atreveré, con San Agustín como

compañía, a deplorar las muchas lágrimas inútiles derramadas por la suerte de Dido o el tiempo

perdido resolviendo los crucigramas narrativos que los libros de enigma y misterio nos ofrecen. Se

trata de otro tipo de daño menos moral y más constituyente que afecta a nuestra urdimbre vivencial,

es decir, a la imagen en construcción que nos devuelven los espejos.

Y ahora sin más me dispongo a dar cuenta, más con vocación de anécdota que de higiene, de

aquellos libros cuya lectura, en un tiempo biográfico determinado, me comportó unos daños

específicos que trataré de concretar con la mayor transparencia posible.

La imitación de cristo de Thomas de Kempis. Supongo que para quien no fue niño durante los

años cincuenta del pasado siglo en España es difícil imaginar el peso del nacionalcatolicismo

franquista en la vida cotidiana: misas, procesiones, lecturas escolares, congregaciones, catecismos,

cantos, confesiones, ceremonias. No en vano he de reconocer que el tañido de las campanas de la

catedral de Lugo, mi ciudad natal, sigue siendo parte de ese sonido base sobre el que se deposita

el resto del pentagrama biográfico. Fue el “Kempis” el regalo de primera comunión que a los

siete años – la edad en la que se alcanzaba “el uso de razón”- me hizo la maestra que me enseñó

a leer y a escribir y a la que recuerdo con general agradecimiento aunque el adoctrinamiento de

las infancias – religioso o civil- me parezca hoy algo inadmisible y repugnante. El libro tenía una

dedicatoria: “Porque no llega con ser bueno, sino mejor” que ya era aviso inconsciente del daño

que vehiculaba. Apenas recuerdo su contenido; vagamente hablaba del alma y de sentimientos de

anhelo y comunión, pero no fueron sus frases las que portaban el daño sino el hecho mismo de

constatar que por el hecho de leerlo “tenía derecho” a sentirme mejor”, es decir, a sentirme diferente

al resto de mis compañeros, superior a ellos: “distinto”. Esa herida, el cultivo de la distinción, la

abrió aquel libro y ni siquiera hoy estoy seguro de que esa herida no siga abierta e infectada.

Las aventuras de Robinson Crusoe de Daniel De Foe. Si del Kempis recuerdo su aspecto de

pequeño misal – tapas negras, papel biblia, bordes escarlata, cinta señaladora- pero no la editorial,

del Robinsón recuerdo perfectamente la edición de Saturnino Calleja con las ilustraciones

correspondientes. Una edición singular en la que el nombre del salvaje Viernes aparecía trasmutado

por el de Domingo vaya uno a saber en razón a qué traslados y censuras. Devoré el libro con

ese apremio lector que es propio de quien se está abriendo a un mundo lleno de aventuras y

descubrimientos. La soledad física como materia – la existencial era todavía a mis ocho años

un término ajeno e ignoto- , como idea, como fantasía y como propósito heroico, cayó como

semilla ávida en el surco propicio que el Kempis había trazado. No digo que aquella lectura fuera

responsable de esa dañina soberbia que nos hace pensar que a nadie le debes nada y que se puede

vivir perfectamente sin tener en cuenta a los demás, pero creo no equivocarme si le adjudico a

la lectura del Robinsón los malsanos fundamentos de un “sectarismo del yo” que otros quizás

llamen “sano individualismo”.

Jeromín del Padre Coloma. Supongo que no dejaría de sorprenderle al autor del este libro el

hecho de que alguien lo ubique entre los libros que le han hecho daño. Sin duda trató al escribirlo

de contar una historia edificante y edificante en efecto fue mi lectura aunque acaso no en el

sentido que el buen jesuita esperaría. En la historia de aquel bastardo que de pronto descubre que,

tal y como venía intuyendo, sus padres no eran sus padres, ni su condición social su condición

social, ni su esperable destino el destino que lo esperaba, encontré el sustento necesario para

sobrevivir en medio de aquella adolescencia mediocre, rala y mezquina que el franquismo

puso al alcance de todos los españoles. Necesitaba sentirme un genio para sobrevivir y Jeromín

me posibilitó imaginarme como protagonista de una novela autobiográfica que acabaría por

revelar al mundo que “yo no soy lo que parezco”. Lo que no tuve en cuenta fueron los efectos

colaterales: la arrogancia interior, el narcisismo excluyente (¿hay otro?), el desprecio como forma

de conocimiento.

Las elegías del Duino, de Rainer María Rilke. Mi proceso de desclasamiento (social, cultural,

estético) alcanzó su climax en aquellos días – entre 1965 y 1968- en que, mientras leía

aquel “Quién si yo clamara oiría mi voz desde los órdenes angélicos” me dije a mi mismo que

verdaderamente solo Rilke y yo mismo estábamos en condiciones de oír esa voz personal y sacra.

Las Elegías supusieron la confirmación de que al fin ya poseía la mercancía deseada: la vida

interior. Para alguien con orígenes en el mundo rural, nacido en la pequeña burguesía de provincias,

en un hogar sin biblioteca, la cosa no estaba nada mal. Claro que para un desclasado la conquista

de la vida interior supone lo que supone: avergonzarse de la vida anterior, bien ocultándola, bien

disfrazándola, bien inventándola. El daño de aquel “deseo de no ser sueño de nadie bajo tantos

párpados” acabaría por provocar una especie de vergüenza de clase, difícil de desterrar, que a

veces aflora obligándome a sonreírle al jefe.

El espacio literario, de Maurice Blanchot. A quien a sus dieciocho años, recién ingresado en la

Universidad, la pedantería y la vida interior le rezumaban en forma de frases horizontalmente

profundas y exquisitamentes sentenciosas, nada peor seguramente le puede ocurrir que encontrarse

con un libro que basa su inteligencia en lo opaco, lo inefable y lo ambiguo. La ambigüedad como

sabiduría. La polisemia como modo de escurrir el bulto y ganarse el aplauso. Eso fue para mi

la lectura de aquel primer Blanchot, editado por Paidos, que hacia 1969 debió de invadió sin

obstáculos aquella vida interior en la me había instalado. El extravío como verdad y pasaporte

intelectual. La literatura como latifundio y finca de recreo.

Así hablaba Zaratustra, de Frederich Nietzche. Poco habrá que demorarse en el cuento sobre

este libro. Cabe pensar que quien haya seguido hasta aquí este trayecto de lecturas comprenderá

perfectamente que el Zaratustra fue la gota que hizo rebosar las fantasías de que esa lechera (que

todos llevamos dentro) mientras camina hacia los mercados donde se compra y vende cultura y

especula y sueña en transformarse en la mercancía de todas las mercancía, oro puro forjado en el

yunque del yo soy el que soy, sentido y medida de todas las cosas, indispensable superhombre que

compasivo aunque sin compasión humildemente se deja adorar por sus desiguales. Porque fue así

que la lectura del Zaratustra me volvió febril y osado, alérgico a la debilidad propia y ajena, con

miedo al miedo, hospitalario con la canalla, avaro de incumbencias, servil a los halagos, seductor de

inconveniencias.

El buen soldado de Ford Madox Ford. Es esta una novela realmente tóxica por cuanto que

manipula con innegable y sibilina habilidad narrativa dos ingredientes extremadamente peligrosos

y atractivos para las ávidas sensibilidades estéticas de los recién llegados a las acogedoras playas

de las clases ociosas: el amor como nostalgia del yo y la tristeza como noble apartamiento de

lo común y prosaico. Ya entrado en años de lo que se llamaba la primera madurez me asomé al

abismo azul de su frase inicial – “Esta es la historia más triste” – y me despeñé por ella, bien a

gusto y con todo mi capital simbólico recién conquistado en los bolsillos. Duros inviernos, tristes

primaveras y largas convalecencias me costó salir de aquella enfermedad narrativa en la que el

amor se nos ofrece (y arrebata) como el más alto, secreto y oscuro misterio que la vida concede a

los mortales. Como verdad y salvación. El amor trágico como antídoto contra la mediocridad. La

dependencia histérica como confirmación de estar en libre del pecado burgués más imperdonable:

la mediocridad: “antes muerta que sencilla”. Confieso que la resaca fue espantosamente prolongada

y durante libros y libros y durante silencios y equivocaciones aquella lectura me impidió entender

que la mediocridad solo reside y crece en el miedo a ser mediocre. Las novelas de rentistas solo

son rentables para las rentas bien instaladas. Todavía hoy me pregunto porque a los desclasados

y desclasadas nos atraen tanto las novelas que nos cuentan las “profundas” contradicciones

existenciales de una panda de millonarios.

Siete libros como muestra breve de una “biblioteca del daño” que podría ser más extensa.

Amplía sería también su contraria: el recuento de libros y lecturas en beneficio para ese estar y

ser donde me reconozco como conciencia y como identidad. Lo curioso es que ambas bibliotecas

aunque contrarias no se oponen. Somos, en parte, lo que somos como resultado de su inexacta y

singular suma y superposición. Eso sí: los remedios contra el daño que hizo un libro casi nunca se

encuentran en otros libros. Afortunadamente la vida ni empieza ni acaba en ellos.

 

Una versión más breve de este artículo se ha publicado en el nº de Setiembre de la revista El Ciervo

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