Crónicas ligerasEscena

Y de nuevo viene el Do

Por Mariano Velasco

La versión teatral de Sonrisas y lágrimas llega a Madrid para rememorar el estilo más clásico del musical infantil

Desde que las escuché por primera vez cuando era un canijo, todavía no he logrado sacarle el sentido a dos estrofas de sendas canciones infantiles de las de toda la vida: una es el “pero no me importa porque llevo torta” de la canción Vamos de paseo de los Payasos de la Tele, y la otra es el mundialmente famoso “res, selvático animal…” de Sonrisas y lágrimas. No obstante, la vida me ha llevado a admitir que en el fondo qué más me da, que lo que verdaderamente importa es que se trata de dos melodías con sus correspondientes letras que nunca dejaron de acompañarme en aquellos maravillosos años proporcionándome, snif, momentos inolvidables.

Por ello no es de extrañar que aunque la versión del musical  dirigido por Jaime Azpilicueta y que ahora llega al Teatro Coliseum de la Gran Vía de Madrid haya modificado algunas de las letras de las famosas canciones respecto a la versión cinematográfica, la del famoso Do, re, mi, ni tocarla. Ya lo advirtió su director el día de la presentación del espectáculo en Madrid: hay traducciones mejorables, pero cuando ocurre como en este caso, que todos nos sabemos la letra y salimos del teatro cantándola como tontos, lo mejor es dejarla como está, no la vayamos a liar.

Zanjado el asunto del dichoso selvático animal, lo siguiente es abordar la inevitable comparación entre película y obra de teatro que todo el mundo se va a plantear ya desde que se enfila la Gran Vía. Conviene no olvidar que el producto llegó a Broadway antes que a Hollywood y que, por lo tanto, su estructura es en su origen mucho más teatral que cinematográfica. Necesitada, eso si, de todo un alarde técnico para facilitar los continuos cambios de escenario, hasta un total de veintidós en esta espectacular versión. 

Entre los puntos a favor de la versión teatral, destaca la mejor apreciación por parte del público de la doble trama narrativa: la historia de amor por un lado y el trasfondo de la amenaza nazi sobre Austria por el otro. En definitiva, que está mejor contada. En la obra teatral, la inquietud ante lo que pueda ocurrir con la inminente llegada de los alemanes a Austria mantiene en vilo al espectador durante todo el primer acto y a la espera de un desenlace final, mientras que en la película la amenaza queda un tanto diluida, hasta el punto de que una vez resuelta la trama amorosa, ya estamos esperando que aparezca el the end en mitad de la pantalla. Con lo que queda por contar…

Resueltas de muy distinta manera, tanto en la película como en la obra de teatro brilla muy por encima de las demás -con permiso del Do, re, mi– la escena de la interpretación de la canción Pastor de cabras. Tal vez se trate, la de la versión cinematográfica, de una de las escenas más brillante de toda la historia del cine infantil, protagonizada en este caso por una pandilla de títeres realmente deliciosos. Aquí, con el recurso de la tormenta y la llegada de los niños a la cama de María en busca de consuelo, también se consigue lograr uno de los ambientes más entrañables de toda la historia, además de divertido. ¡Lei yodelei yodelei hi hu!    

En lo que respecta a los actores, la buena de Silvia Luchetti tiene un papelón, dicho sea en todos los sentidos posibles. Por mucho que cante, baile y actúe de manera sobresaliente, cada vez que aparece María en escena, uno ve a Julie Andrews rejuvenecida, no hay manera de evitarlo. No obstante, resulta difícil ponerle un pero al trabajo de la actriz de origen argentino, que no baja el listón ni en el cante, ni en el baile, ni en ningún otro registro de su completísima actuación. Su María transmite ingenuidad, dulzura, simpatía y determinación por partes iguales y según viene al caso.       

Carlos Hipólito lo tiene más fácil. La huella dejada por Christopher Plummer en su papel cinematográfico del Capitán Von Trapp no tiene la trascendencia de la María de Julie Andrews. Si a eso le unimos que estamos probablemente ante uno de los mejores actores de teatro de su generación, el resultado no podía ser menos satisfactorio. Como ya nos demostró en el reciente montaje de Follies, su primera aventura al frente de un musical, además de actuar se defiende en esto del cante a las mil maravillas y asegura él, muy digno, que los cambios de registro son la mejor gimnasia para un intérprete.          

Del resto del reparto, destacar el simpatiquísimo trabajo de Trinidad Iglesias en el papel del ama de llaves y el derroche de voz de Noemí Mazoy como la Madre Abadesa. ¿Y los niños? Lo  cierto es que las criaturas están muy en su papel, bastante más graciosos que en la película, en la que a ratos llegan a resultar mucho más almibarados. Se echa en falta, no obstante, que se hubiera corrido un mayor riesgo tratando de adecuar más las edades de los actores a las de los personajes. Téngase en cuenta que la hija mayor tiene 16 años (casi 17, como dice la canción), y en cambio, en el reparto hay más de un «niño» que ha cumplido ya los veintitantos.

Un último asunto peliagudo: como le sucede a Rajoy con “rescate” o en su día a Zapatero con “crisis”, cuando nos referimos a Sonrisas y lágrimas también hay una palabra a evitar. ¿Es Sonrisas y lágrimas, vista hoy, una historia «cursi»? Carlos Hipólito no eludía la pregunta en la rueda de prensa de presentación de la obra, y matizaba que cuando las cosas se hacen de verdad y con sinceridad, nunca resultan cursis.

Uno en cambio es más partidario de al final reconocer que sí, que Sonrisas y lágrimas puede resultar en ocasiones un pelín ñoña, y que si acaba por gustar tanto a todo el mundo es porque a veces tampoco está de más una pequeña dosis de cursilería en nuestras aburridas, monótonas y trascendentales vidas, qué coño.

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