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El chico que diste por muerto

Por Ana March

El chico que diste por muerto. Javier Ponce Gambirazio. ZUT Ediciones. 134 paginas. 16,50 €.

Las palabras no son los nombres dóciles de las cosas, su mero reflejo. Lo real no es razón suficiente para la palabra. Existe más allá la conquista del derecho a percibir, de eludir la trampa del lenguaje-sombra y adueñarnos del espacio propio. La palabra pugna por sacar al lenguaje de su transparencia ilusoria y redimensionar su verosimilitud. Y qué somos nosotros, nuestra experiencia del ser, sino ese monólogo constante que busca su propia significación y posibilidad en una promiscuidad absoluta de subjetividades.

En ese espacio de formas cambiantes, de resignificaciones, es en el que se mueve la prosa directa y descarnada del peruano Javier Ponce Gambirazio en El chico que diste por muerto. El juego de espejos es su hábitat. Ha penetrado en el mecanismo del reflejo y utiliza la fragmentación para construir un todo. Ha aprendido a urdir de sombras y refracción la simpleza, a cincelar y cultivar un lenguaje sin florituras, desvistiendo la palabra y dejándola desnuda,  para describir la forma más abigarrada y variopinta con la que se atavía el horror. Es ésta la personalidad de su prosa. Una prosa de cualidad lírica, cuidada con celo, que nos propicia la experiencia poética del flagelo.

El juego está servido. Ya desde la primera página se nos advierte: “Vivir es como aguantar las ganas de orinarse. Es estrujar esa diferencia entre nuestras urgencias y la realidad. Es callar, es retroceder y conceder para ganar. Aunque siempre se pierda”. Y es en ese “retroceder”, es en esa retrospectiva que de su vida hace el narrador de esta historia, donde los hechos se preñan de una nueva significación, de una mirada prolífica que conquista la percepción poética en medio del horror. Con una impasible distancia, como si relatara hechos que le han ocurrido a otros, el narrador nos va descorriendo la cortina de una vida guiada por el infortunio, su vida, la vida de un hombre al que la felicidad se le revela como algo prohibido y cuyo escenario está forjado por lo sórdido y marginal, en el terreno de la prostitución, la violencia, la muerte y el sexo. El chico que diste por muerto es la descripción atroz del lado más oscuro de la noche, llevada a cabo con una precisión en la palabra, arrolladora.

Pero esta historia no es la historia de un lamento, no. El condenado se entrega, deja de ofrecer resistencia, y en un acto de piedad infinita besa el horror que oculta, “Alejado del borde del llanto, toco el mundo con lentitud, como reconociéndome en él, beso mis pies sin rencores y decido que sólo necesito aquello que tengo. Y es bastante. Respiro feliz el aire de ese acogedor infierno y empiezo a formar parte de aquello que sentí siempre como una amenaza, la miseria”. Presenciamos entonces una lúcida entrega al fracaso, una ofrenda cuasi sacra que se lleva a cabo con una “paciencia idiota” página tras página. La resignación como antídoto. La autopsia de los cadáveres de los sueños rotos y ajenos, como método para comprender la naturaleza del odio, de la maldad y de la carencia y rehuir el infortunio propio. 

Ponce Gambirazio despliega en este libro el arte de narrar, con un ejercicio estilístico desbordante, sobrio, con voz propia, del que ya había dado muestras en sus anteriores novelas: Un trámite difícil y Una vida distinta, editadas por Pre-Textos. Penetra en el juego de espejos y utiliza la palabra para redimensionar las sombras, con virtud de orfebre, de artesano, nos regala la experiencia de una prosa lúcida que saca los submundos de la tiniebla y riega de luz, la luz de la poesía, su sórdido silencio. En voz del protagonista: “Mi trabajo esconde lo que no estamos dispuestos a aceptar. Deforma y embellece. Pero sobre todo, miente. Lucha contra la grosería de la verdad y el espejo.”

 

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