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Atavío y puñal

 

Atavío y puñal

Mª Ángeles Pérez López

 

Olifante ediciones de poesía

 

Por Mar Benegas

 

Como diría la poeta Concha García (cito de memoria): escribir desde un sujeto  poético femenino es político. Algunas autoras norteamericanas, activistas de los derechos humanos y feministas,  como Levertov y Atwood,  lo constataron con su poesía. Pero hay una gran diferencia entre el sujeto poético de estas autoras y ese otro que se queda en la oda seudopoética a lo femenino, a lo eternamente seductor, a la madre o a la mujer deseada y anhelante. Por desgracia, una gran parte de lo que se reconoce como poesía «femenina», de mujeres, o incluso, para mujeres responde a estos parametros. Esta forma de hacer poesía no ofrece un «sujeto» poético, sino más bien un «objeto». Por eso es tan gratificante encontrar poesía que hable de mujeres, poesía escrita por mujeres, que no pase por este canto inconsciente al objeto.

 

Si entendemos que lo puro femenino o puro masculino son constructos culturales y sociales, nos queda la esencia:  diferencias biológias e historia, o lo que es lo mismo, un retrato de la realidad a través de estas dos obviedades. Es ahí, justo en ese lugar donde queda la imagen de la realidad grabada en la retina, donde llega  Mª Ángeles Pérez López con sus versos. 

 

Adentrarse en Atavío y puñal es como entrar a una sala de exposiciones, donde el color de los lienzos se sucede en los poemas como en las paredes blancas de una gran sala, como dice Olvido García Valdés en el propio libro: «una escritura que es propiamente pintura, visión plástica y táctil». Táctil, sí, porque estos poemas tienen relieve, no sólo es posible leerlos, es fácil, a través de sus letras, tocar, olisquear e incluso saborear el regusto del óxido y el magenta de las telas.

 

Atavío y puñal son 22 retratos que juegan con la luz y con la sombra, 22 mujeres que podrían ser cualquiera de nosotras. Los poemas limpios y perfectamente pulidos, densos como el óleo, se suceden en una armonía perfecta y  hacen brotar 22 cuerpos de pieles pigmentadas: «la mujer pinta sus pies de verde y se sube a ellos./ De los talones nace el odio del asfalto…» .

 

Un bagaje por la propia realidad femenina que sólo puede darse desde esa memoria colectiva, desde ese constructo social del que hablábamos antes, desde ahí es fácil identificar: «La mujer blanca se oscurece el cabello, se tiñe las areolas, las pestañas,/ la pelusa dulcísima del vientre/… la mujer rota/ se pinta el pelo con un gran pincel/ y esconde su pelambre de animala/ que olfateaba loca a su varón./ Las lágrimas, no obstante, la descubren.»  Detengámonos en esa «animala» y veámosla acechar a esa otra que la sigue: «la mujer/ pinta una piedra blanca y otra negra/ sobre sus dos pezones agrandados./… la piel recién lavada,/ se injerta las señales, cicatrices, heridas resecadas por el tiempo/ o abiertas cicatrices, heridas resecadas por el tiempo/ o abiertas flores frescas, extendidas sobre el cuerpo sin fin de los demás».

 

Es, sin duda, una poesía alejada del yo, al menos del yo individual. Como diría Marina Tsvetáieva en su escrito «Poetas con historia poetas sin historia»,  tenemos una poesía «transformada» en la que habla el yo más allá del yo: «Para los poetas con historia no hay cuerpos extraños: participan conscientemente del mundo. Su «yo» es igual al mundo.» De este modo los cuerpos que encontramos en  «Atavío y puñal» son los cuerpos del mundo y Mª Ángeles López Pérez una poeta con historia que nos habla de esas «animalas»: «La mujer es un bello, implacable animal/ que se pinta de nieve el corazón./ Una osezna que hiberna largamente/ pero pare a sus crías en el frío» y también de aquellas otras criaturas enfermas:» la mujer/ saca un hilo invisible y despiadado/ con el que fabricarse una peluca./…/ para tapar su calva amarillenta/ para tapar su calva, su pesar,/ su cráneo endurecido por la quimio», todas ellas tocadas por el color, por la infinita constelación del verbo: La mujer inventa un mundo y es azul. 


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