La que nos espera (24)
Por Javier Lorenzo.
Vaya manera de comenzar la temporada. Estoy por pedir una orden de alejamiento. Sí, suponen bien: para Roger, a quien tengo revoloteando por la estancia, atento a lo que hago. El muy felón se ha saltado todas las barreras (iba a decir a la torera, pero él es muy anglosajón y además pronto prohibirán también las expresiones taurinas), ha incurrido en delitos tipificados en el Código Penal, me ha puesto en evidencia ante mis selectas amistades y ha vulnerado todas las convenciones y ritos sociales que se le han puesto por delante. Un “hooligan”, Roger. Un gamberro. Eso es lo que es.
En represalia por haberle obligado a lucir pajarita en la playa –no sé si recordarán la última columna preveraniega-, se dedicó con ahínco a fotografiar y filmar las actividades más o menos reprobables de la aristocracia entre la que me muevo. Algunas de las exclusivas que aparecieron durante el estío en la “prensa rosa” se debieron a él y su osadía. Aunque en muchos casos no sé cómo pudo hacerlo sin que le temblara el pulso por el peso de las toallas o las bandejas.
El día que le sorprendí intentando quemar un bosque de bonsais dije: “hasta aquí hemos llegado”, pero él se rió y me desafió a que le denunciara. Algo imposible, bien lo sabe el muy ladino, que guarda un oscuro “dossier” sobre mis andanzas. Pero no sólo eso, sino que además me amenazó con airearlo si no le ayudaba en sus correrías.
He de conceder que algunas fueron divertidas: extraviar la “blackberry” de algún obseso, llenar de sustancias pringosas los agujeros del campo de golf, poner garrafón en los cócteles o, la mejor, anunciar que Rajoy había convocado elecciones. ¡Qué susto, qué gritos, qué carreras! También he de confesar que una noche especialmente etílica ambos orinamos en la piscina de un empresario, pero el agua empezó a teñirse de rojo, que parecía el plató de Tiburón o una junta de accionistas de Bankia, y salimos pies en polvorosa. Bueno, yo, ruedas en polvorosa.
Hasta ahí, todo iba más o menos bien. Pero luego le dio por aparecer en mis aposentos para, mientras aún dormía, susurrarme junto al oído con voz tenebrosa y fantasmal, expresiones como “la prima de riesgoooo”, “el euriiiiiiborrrrr” o “Gibraltaaaar”. Mis nervios, como no podía ser de otro modo, comenzaron a flaquear, y aún se deshilacharon más cuando, sin mi conocimiento ni autorización, empezó a utilizar mi nombre en las redes sociales. A día de hoy, aparte de estar afiliado a un centenar de oenegés y de haber aportado suculentos fondos a campañas solidarias de toda laya -¿alguien puede confirmarme si la abubilla está en vías de extinción?-, soy uno de los activistas más radicales del 15-M, un experto en el uso de explosivos y armas cortas y hasta asesoro a un grupo guerrillero de Sierra Leona, además de al Consejo Editorial del diario El Mundo.
Imaginen mi sorpresa, pues, cuando uno de los jefes de los servicios de inteligencia españoles –un oxímoron, porque el tío es más tonto que una mata de habas- me advirtió subrepticia pero descarnadamente que me anduviera con cuidadito, que estaban al tanto de mis actividades. “¿Actividades? ¿Qué actividades?”, repuse yo, creyendo que era una de sus simplezas. Pero quiá. Iba muy en serio. Lo supe el día que me llegaron aquellas camisetas serigrafiadas con los nombres de “Kortatu” y “Barricada” y, al día siguiente, varias cajas con la poesía más sectaria de Neruda y la prosa más furibundamente sandinista de Cortázar.
De nuevo intenté ponerle en su sitio, pero el muy malandrín me hace la mamola (no confundir, por favor, con lo que los más enfermos de entre ustedes están suponiendo) y ya me ha anunciado que acabo de suscribirme a diversas publicaciones revolucionarias y de extrema izquierda. De esas que aún se imprimen con ciclostil. A mí me da que Roger fue sindicalista en una mina inglesa durante la época de Margaret Thatcher, pero el no suelta prenda y ni lo confirma ni lo desmiente. Sólo lanza una risita siniestra que podría patentar Johny Depp mientras se frota las manos y me anima a que escriba:
– Siga, señor, usted siga. No se detenga, señor. Que quede constancia de nuestra lucha.
– ¿”Nuestra”, Roger?
– Usted verá qué le conviene, pero como no me apoye no le hago más natillas.
– Y encima me chantajeas, bellaco.
– Todo vale en estas circunstancias si con ello alcanzamos nuestro fin.
– ¿Y cuál es ese fin, Roger? ¿El caos?
– No, señor, la rebelión, la más pura y diáfana de las rebeliones. La rebelión por la rebelión. Nos han dado tantos motivos que ya no nos hace falta ninguno.
La idea es tentadora. Para los pobres, al menos. Pero como yo soy rico, no sé si le haré caso. Lástima de natillas.