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Ferias y fiestas literarias (postfiesta de estreno)

Por Tura Varla

 

Ferias y fiestas literarias (postfiesta de estreno)

 

            Nos colamos entre una editora extranjera, un crítico tan alcoholizado que se bautizó con su gintonic y dos niñas perfectísimas de las que tienen bloc propio en internet y ponen a parir al mundo literario convencional, pero van a todas las fiestas por si alguien las ficha.

            Me pareció que corríamos, pero seguramente no lo estábamos haciendo porque estábamos en un sitio público y tanto Perfecto como yo éramos muy conscientes de que aquello se nos podía ir de las manos en cualquier momento y yo tengo un nombre y un trabajo y un prestigio y lo suyo sería que todos esos petardos que movían melenas y hablaban con suspicacia de sus compañeros estuvieran haciéndome la pelota, no teniendo algo que explotar si algún día decidía publicarles o decidía no publicarles.

            Porque, señores, la información es poder. El editor es una figura todopoderosa, inhumana, que carece de sentimientos reales y que no puede mostrar ni la más mínima debilidad porque no, no es como los demás. El editor manda, decide si tú eres digno de publicar o no, y con eso decide también si pasarás a la posteridad, si tendrás un libro que enseñar a tus nietos, si tu nombre estrá impreso en letras negras en la portada de un tomo que será vendido y revendido en ferias del libro de segunda mano. El editor es poco menos que dios en el mundo literario, o al menos eso piensan ellos, pequeños incautos buscando un segundo de gloria o un poco de inmortalidad de imprenta. Y a nosotros, los editores, no nos engañemos, nos conviene esa creencia. Para estar a salvo debemos parecer estatuas marmóreas, no traslucir sentimiento alguno. Porque los escritores creen que no somos débiles, y si supieran que lo somos… si supieran que lo somos nos comerían.

            Por eso los editores, de cara al público, no comemos, no bebemos, no vamos al baño y no nos enamoramos. No necesitamos sexo. Tenemos todo el tiempo del mundo para leer los manuscritos infumables de hordas ingentes de malos aspirantes a escritor, nos dedicamos al espíritu. No sufrimos. Carecemos de familia y de amigos. Cuando un escritor cree que establecemos una relación de amistad con él, estamos fingiendo, o al menos eso demostramos aunque al regresar a casa nos duelan los desplantes, las fugas a editoriales mejores, las mentiras, la ley del cheque por delante de la lealtad. Ah, ¿pero los editores tenemos casa? No, hasta de eso carecemos, es evidente. No hay hogar para alguien que vive entre páginas escritas por otros. Para alguien que su trabajo le ocupa las veinticuatro horas del día.

            Por eso, yo sé que no corríamos en aquella fiesta, Perfecto y yo, que nos escurríamos despacio, saludando con la cabeza, permaneciendo muy dignos, sin dejar notar que no nos habíamos puesto de acuerdo para salir de allí, pero que necesitábamos salir de allí a toda costa, a un lugar donde no hubiera ojos, y yo pudiera dejar de ser editora para ser yo misma. Y Perfecto dejase de ser una brecha en el muro que soy, dejara de ser una debilidad por la que  pudieran colarse o deducir que yo, como todos los demás, también soy humana.

            Y allí estábamos, a punto de salir corriendo de aquella fiesta, corriendo mental que no físicamente, a unos metros de la puerta, a nada ya de la libertad, cuando al dejar la copa de vino blanco que todavía sostenía en una de las mesas habilitadas para tal fin, una mano atrapó mi muñeca y me frenó en seco. Incluso por unos segundos vi alejarse a Perfecto como si aquello tan parecido a la libertad hubiera sido un espejismo. Me giré. No.

            -Cuánto tiempo sin vernos.

            -No tanto, Posmoderno.

            -Pero si habíamos quedado en que éramos buenos el uno para el otro, ¿no? ¿Por qué no me devuelves las llamadas?

            Tono lastimero, ojos de perro pachón, a punto estaba ya de volver a pedirme matrimonio, lo estaba viendo venir, cuando Perfecto regresó. Yo aproveché la coyuntura para soltar mi muñeca y recompuse mi aspecto de editora supereficaz.

            -¿Os conocéis? Perfecto, Poeta Posmoderno. Poeta Posmoderno, Perfecto.

            Se dieron la mano de forma fría. Ambos pidiéndome con la mirada una explicación que no llegaban a solicitar en voz alta. ¿Cómo iba a explicarles si apenas me lo explicaba yo? Nunca había creído ni amado a Posmoderno. Me hacía gracia, eso sí, con lo que no era tan disparatado que le ofendiera que no lo llamara. Nunca había dicho que haría lo contrario. ¿Y Perfecto? Era mi amigo de siempre, y le quería, ¿pero como qué? Desde luego no como amante, si acaso como amado. Pero él solía tener novias medalla. Y yo sólo podía ser medalla si se me conocía. Lo que falla siempre: no estar lo bastante buena.

            Ellos charlaban como desconfiados. Perfecto ejerciendo en su papel de pareja educada, dejándome pensar. Y supongo que ese fue su error. Me dejó pensar. Y cuanto más pensaba, más me ofendía que estuvieran celosos. Más me cabreaba que dieran por hecho que yo tuviera que hacer tal o cual cosa, comportarme de una manera u otra. ¿Por qué yo siempre tenía-que y los de mi alrededor podían-cualquier-cosa?

            Y en esos momentos una chica pequeña, delgada y rubia, apareció tras Posmoderno y le metió la lengua en la oreja.

            -Tú y yo hablamos otro día -Me dijo el poeta antes de desaparecer con la chica. Y lo dijo en tono de afirmación, no de ruego ni de pregunta.

            -¿Nos vamos? -Preguntó Perfecto.

            Pero yo estaba tan indignada que lo miré con rabia y me di la vuelta para pillar por banda al camarero y coger una copa.

            -No. Yo me quedo. Vete tú si quieres.

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