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Reflejos en un ojo dorado

 Por Samantha Devin

REFLEJOS EN UN OJO DORADO

 

 

Hay películas de las que muy poca gente ha oído hablar, películas extraordinarias, misteriosas, llenas de matices y significados, de buenos actores y detalles fascinantes de esos que permanecen en la memoria como contraseñas de lo inefable, que sin embargo son completamente desconocidas para el público general. Una de esas películas es “Reflections in a golden eye” – Reflejos en un ojo dorado. El director es John Houston y los actores, Marlon Brando, el mejor y más brutal actor de la historia del cine y una de las actrices más legendarias de Hollywood, Elizabeth Taylor. Cada vez es menos extraño encontrarse con gente que no ha visto ciertos clásicos imprescindibles. Escarbar y rebuscar, salirse de lo que conforma la cada vez más infantil muestra de cine que se exhibe en las salas, es una tarea en la que pocos parecen interesados. A pesar de que la posibilidad de acceder a todas las formas de cultura es ahora más sencilla que nunca, el interés es sin embargo mínimo. No sé si más o menos que en otros períodos de la historia, pero si algo bueno tiene el momento en que vivimos es esa posibilidad. Ya no podemos quejarnos de que es difícil, caro o inaccesible. Si alguien no lee a los clásicos griegos o a Shakespeare es porque no quiere o no sabe.

La película es una obra maestra de principio a fin pero puedo entender que pasara desapercibida, que sea una película casi desconocida a pesar de su director y actores. No es una película fácil, es una película para adultos, para espectadores que disfrutan de los detalles y las psicologías enrevesadas. Sus imágenes y escenas están cargadas de un misterio y una belleza casi grotescos. Una de las marcas del buen arte es que deja poso, que planta semilla. Y otro signo de nuestro tiempo es que una vez vista una película el gesto que sigue es ponerse inmediatamente a buscar la siguiente oferta, que probablemente deje tan poca huella como la recién vista, y olvidarse sin más de lo que se ha contemplado sin concederle siquiera una consideración, un pensamiento. No hay digestión. Claro que la oferta como digo es poco suculenta, bastante ligera y poco vitaminada y no deja mucho que digerir, pero cuando uno se topa con trabajos que merecen la pena, con verdaderas obras maestras, hay que saber cómo aproximarse, como mirarlas, cómo saborearlas, cómo atesorarlas. Todo esto que puede parecer absurdo he llegado a la conclusión de que es un arte en sí mismo, una forma de apreciación que se está perdiendo. También he llegado a la conclusión de que es una suerte saber hacer todo esto porque los que sabemos ganamos un montón y aprovechamos,  disfrutamos y aprendemos mucho más que los que simplemente rozan con la retina la imagen sin dejarla traspasar el entendimiento. Debería haber escuelas de cómo mirar para ver.

 

Reflections in a golden eye está basada en la novela de Carson McCullers y se desarrolla en una base militar de Carolina del Sur en tiempos de paz. Hay una frase al principio del libro que Houston también utiliza al comienzo de la película que dice:

“Hay un fuerte en el Sur, donde hace pocos años se cometió un asesinato. Los participantes en esta tragedia fueron: dos oficiales, un soldado, dos mujeres, un filipino y un caballo.”

Con esta curiosa frase se crea el suspense inicial. Uno puede ponerse a elucubrar, a hacer combinaciones con los datos ofrecidos para tratar de resolver el “plot”, el argumento. Pero lo interesante de la película es que todo es suspense. La luz dorada y ominosa que baña la cinta y que hace referencia a esos reflejos que pasan a través del ojo que observa proporciona peso y significado moral al mismo aire que, cargado de profecías, anuncia la tragedia.  El personaje del soldado, interpretado por el jovencísimo y atractivo Robert Forster (que aparece en Jackie Brown de Tarantino o Mullholand Drive de Lynch) es en sí mismo un misterio. La banda sonora de Toshiro Mayuzumi, es un personaje más, una pieza clave de la intriga que añade profundidad al enigma.

La historia está atravesada por el deseo, el deseo insatisfecho que carcome a unos y el deseo satisfecho del que se nutren otros. Hay dos grupos bien definidos en la película que por otra parte no tienen mucho en común. Pero desde el punto de vista del deseo están aquellos que lo esconden, que viven y respiran con él sin atreverse a rozarlo y aquellos que dan rienda suelta a su pasión sin remilgos ni complicaciones. Los deseos se cruzan y convergen en un endogámico puzle de secretos y engaños. La vida parece normal: montan a caballo, juegan a las cartas, beben cocteles, hacen fiestas, pero detrás de la normalidad se ocultan los miedos y las frustraciones, los prejuicios y la desesperación. Es fascinante observar cómo en un mismo espacio se pueden llevar vidas tan diferentes, cómo se puede atender y organizar los propios sentimientos, necesidades y obsesiones de formas tan distintas.

Por un lado está el personaje de Marlon Brando que realiza el papel que más me ha impresionado de toda su carrera por la destreza con que transmite la agarrotada personalidad del capitán Penderton. Brando es capaz de actuar de espaldas; sin verle la cara percibes lo que quiere comunicar con una precisión infalible. Sólo hay que fijarse en cómo monta a caballo en esta película para saber lo que digo. Su personaje es un militar gay o bisexual. Es un hombre seco e indiferente que rezuma rigidez y mojigatería, un hombre soso y torpe que vive encerrado en su secreto. Su planta fornida y su uniforme lleno de condecoraciones convencen a los que le rodean, pero para el espectador, que lo ve todo, es una amalgama de afectación y máscara. Penderton vive fuera de la vida, sumido en una obsesión enfermiza por el soldado, a quien observa y sigue en la distancia, sin atreverse a abordar. Está lleno de deseos insatisfechos, encerrado en un papel que sabe cómo ejecutar pero que cada vez le cuesta más trabajo sostener. Hay una imagen fascinante en la que el soldado, que es un tipo casi mudo, simple y poco inteligente aunque atractivo y con una energía animal muy fuerte aparece montando a caballo desnudo en una pradera circular en medio de un bosque bañado por una luz dorada. Brando lo mira con una mezcla de fascinación (oculta) e indignación (evidente), atravesado por el deseo y su imposibilidad de expresarlo abiertamente. Está contemplando su peor pesadilla y su sueño más hermoso.

Elizabeth Taylor interpreta a Leonora,  la mujer del capitán Penderton (Brando) con una habilidad y una gracia encantadoras. Es una mujer simple, voluptuosa, torpe y coqueta. Vive inmersa en su vida, disfruta de lo que se le ofrece, toma lo que desea. No se complica; es carnal y descarada, alegre y resuelta. Ama a su caballo, Firebird, un semental a quien sólo ella sabe montar y con el que tiene una relación más íntima y cariñosa que con su marido.

La historia en su superficie es simple, porque es vida, quehacer y rutina militar, lo que la convierte en algo fantasmagórico y misterioso es el secreto, lo que subyace, la mirada codiciosa y furtiva, la imposibilidad de reconciliar el interior con el exterior, los deseos con la realidad, lo innombrable con lo cotidiano, el yo esencial con el yo aparente. Pero sobre todo es la genialidad de Houston para combinar y unir cada uno de los detalles y crear un sentido que va más allá de lo que podemos sospechar. Es un ritual que una vez consumado despeja el camino y revela una realidad antes invisible.

Como en toda obra maestra nada se deja al azar. Incluso los personajes secundarios están creados con una sutileza y profundidad fascinantes.

La pareja formada, Mrs. Alison, la mujer del Teniente Langdon que es el amante de Elizabeth Taylor y su criado filipino, Anacleto, es una de las mas curiosas que he visto en el cine. Ama y sirviente, (Alison y Anacleto), están compenetrados como si fueran un solo ser. Él es un gay amanerado y ella una mujer débil y sensible con problemas de corazón que requiere la clase de cuidados que sólo Anacleto sabe darle. Alison tuvo una hija que murió y está marcada por la tragedia, por un dolor insuperable que no puede reprimir y que la convierte en un ser desplazado, incapaz. Su hipersensibilidad les marca con el estigma de la locura. No es que sean normales, se pasan los días encerrados en la habitación de Alison, despiertos hasta la madrugada, pintando con acuarelas y cosiendo, fascinados ante los prodigios que se venden en las tiendas de todo a 5 centavos como si fueran niños en un mundo de adultos. Pero su locura, su encierro, se debe a esa hipersensibilidad y a la falta de comprensión que encuentran en el mundo en que viven. Se dan cuenta de todo, del affaire que su marido tiene con Leonora, de los secretos del capitán Penderton, del visitante nocturno… El mundo que les rodea es demasiado feo, demasiado falto de sensibilidad, prefieren vivir aislados.

El soldado, que podría decirse es el motor de la historia, es igualmente inconcebible y oscuro. Sólo se comunica con los caballos y mientras Marlon Brando le persigue a él, él está obsesionado con Elizabeth Taylor. Tanto, que por la noche, cuando todos duermen, se cuela en la casa del capitán y Leonora, que duermen en cuartos separados, entra en su habitación y la observa dormir hasta que amanece, olfatea sus ropas,  la venera, se la aprende y la posee con los ojos, sin tocarla. Su mirada encierra todo un universo de sensaciones y deseos incomunicables, idóneos tanto para una pesadilla como para un sueño imposible.

El motivo o el tema de la película es como he dicho el deseo insatisfecho, pero también lo prohibido, lo que nos obsesiona, la imposibilidad de ser uno mismo, el miedo a poseer lo que realmente queremos porque eso pondría en evidencia nuestra verdadera naturaleza.

Un detalle fascinante es la presencia del viento. Sopla siempre durante las escenas más misteriosas. Es un viento enloquecido que agita violentamente los árboles, las persianas, las cortinas, las puertas, y que funciona como una metáfora subliminal de la agitación que se mueve dentro de los personajes.

La escena en la que Marlon Brando habla y gesticula delante de un espejo sin saber que está siendo observado sirvió a Robert de Niro para Taxi Driver. La mítica escena: “Are you talking to me?” La sacaron él y Scorsese de ese acto grimoso y patético que Brando, siempre genial, creativo y perfeccionista, hizo para dar a su personaje un toque aún más humillante e indigno. Otra curiosidad es que las fotos que Francis Ford Coppola utilizó en Apocalipsis Now de Marlon Brando vestido de militar en las que se mostraba a Kurtz de joven pertenecen de esta película.

No quiero contar todo lo que ocurre, sólo abrir el apetito a aquellos que tengan ganas de disfrutar de algo diferente y bien hecho, algo que quizá se convierta en un recuerdo memorable que estimule  pensamientos impensables. Sólo decir que hay una escena espectacular que me gusta ver y evocar y que sintetiza el título de la película. Transcurre en la habitación de Alison de madrugada, mientras ella y Anacleto están sumidos en sus tareas. Anacleto está pintando con sus acuarelas un enorme “peacock”, un pavo real de un enfermizo color verdoso. El animal tiene un gran ojo dorado con el que observa todo lo que ocurre: Lo grotesco, traduce Alison llena de pavor a partir de los gestos de Anacleto. Sólo por esa escena, por sus miradas, por la música, por lo que representa y por la altísima concentración de misterio y fantasmagoría que encierra, merece la pena ver la película.

 

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