Una noche en Amalfi

 

Una noche en Amalfi. Begoña Huertas. El Aleph editores. 160 pp. 16 €.

 

Bajo el sol de mediodía el puesto de bebidas estaba rodeado de gente ansiosa por comprar algún refresco. Mientras intentaba hacerse un hueco, Sergio buscó a su mujer con la mirada, a lo lejos. La había dejado sentada sobre una de las maletas, bajo la mínima sombra de un poste informativo y mareada por un dolor de muelas. El bullicio en el muelle le impedía verla pero al fin, entre el paso de un grupo de turistas y otro, consiguió atisbarla unos segundos. Su blusa blanca y la sobriedad de su falda recta contrastaban con los vestidos sueltos, pareos, gorras, chanclas y bermudas estampadas de la mayoría de los otros veraneantes. Sin embargo, Lidia tenía mala cara y él deseó no tardar mucho en poder llevarle una botella de agua. 

El puerto Beverello de Nápoles estaba rebosante de personas que esperaban el ferry hacia la costa amalfitana o las islas. El mar semejaba un caldo denso, una superficie casi sólida que hacía rebotar el sol como un espejo. La gente, atrapada entre los ladrillos tiznados del Castel Nuovo y el agua cegadora, parecía ansiar la llegada de cualquier barco para salir corriendo. 

Sergio regresó sonriente junto a Lidia, con una botella fresca de agua y un té helado. Ella, apenas alejada unos metros del tumulto, doblada sobre sí misma y con la cabeza gacha, tecleaba algo en su móvil y no le vio llegar. 

-Toma un poco de agua. 

Lidia se sobresaltó y agarró la botella, murmurando algo que Sergio no puedo entender porque en ese mismo instante sonaba la sirena de una embarcación que se acercaba a puerto. 

Una vez más se formó un revuelo en el que los turistas se preguntaban unos a otros, con aprensión y esperanza, por la ruta que cubriría el barco recién llegado. La intensidad de luz hería los ojos y los termómetros marcaban 38 grados. Todo el mundo tenía calor y ganas de irse de allí. 

Tras un par de falsas alarmas en las que los pasajeros con destino Amalfi -Sergio entre ellos- se agruparon en el embarcadero equivocado, se confirmó que el muelle que les correspondía sería el número tres. Sergio corrió de nuevo a la precaria sombra donde se encontraba Lidia, y ambos se dirigieron al punto de embarque. La multitud esperó inquieta a que el barco hiciera las maniobras necesarias de atraque, después entró en tromba y se fue acomodando. 

El joven matrimonio encajó las dos maletas en el estrecho portaequipajes y se sentó uno al lado del otro, frente a una mesa amplia y dos plazas vacías. Al rato una corpulenta señora italiana, con una pamela de paja sobre su pelo canoso recogido en un moño, ocupó uno de los asientos frente a ellos, el de la ventana, dejando su pequeña bolsa de viaje sobre el asiento contiguo. 

– Está ocupado- dijo en italiano a un hombre que amagó con sentarse a su lado. Y sin embargo, durante todo el trayecto allí no se sentó nadie. 

A medida que se alejaban de la bahía, Sergio intentó verificar el Vesubio, y luego Pompeya, pero le resultaba difícil. Tampoco Lidia, sin mucho entusiasmo, pudo ayudarle a situarlos. La señora italiana, quitándose la pamela y reajustando las amplias mangas de su blusa de gasa, miró a los dos jóvenes y decidió echarles una mano. Se presentó como Francesca Capotondi. Sergio escuchó encantado sus indicaciones e intercaló, aquí y allá, algunas exclamaciones de admiración. Lidia se limitó a sonreír agradecida. 

Una vez abandonaron la bahía de Napoles, el ferry cobró velocidad. Las olas salpicaban el cristal de las ventanas de manera que apenas se podía ver nada del exterior. Sobre la mesa Sergio había dejado dispuesto el libro que había comenzado la noche antes, durante el vuelo, pero en ese momento no tenía ganas de ponerse a leer. Reparó en las zapatillas marrones con rayas azules de su mujer, que apoyaba una pierna sobre la otra. No se las había visto nunca y le resultaron muy bonitas, como todo en ella. Lidia había sacado su portátil y parecía concentrada, seguramente en el informe en el que, según le había dicho, tenía que enviar esa misma tarde a la agencia. Mientras tanto, la señora italiana se mostraba inquieta intentando llamar la atención de algún empleado del barco. Al fin uno de los hombres de la tripulación, que controlaba con indolencia que todo iba bien paseando pasillo arriba y abajo, se acercó a ella. 

Sarebbe cosí gentile da servire un gin tonic, per favore? – El empleado la miró estupefacto. Después señaló la barra de bar en el extremo de la cabina. Ahí podría pedir lo que quisiera, agregó forzando una sonrisa. 

 

(…)

 

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