El (des)prestigio de los prestigiosos premios literarios
El pasado 16 de abril, el comité del Pulitzer anunciaba que este año ningún libro se alzaría con el reconocido premio. Los primeros sorprendidos por la noticia fueron los miembros del jurado, que habían seleccionado a los tres finalistas entre más de trescientas novelas y libros de relatos. En el jurado se encontraba Michael Cunningham; entre los nominados, El rey pálido, la novela póstuma de David Foster Wallace, Train dreams de Denis Johnson y Swamplandia de la joven Karen Russell. A juicio del comité, ninguno de ellos era merecedor del premio más importante de las letras norteamericanas.
El autor de Las horas reveló en una carta publicada recientemente en The New Yorker que se había decantado por El rey pálido porque el primer párrafo del libro era más poderoso que ninguno de los libros enteros que había leído en la vida. Pese a su calidad, la novela de Wallace no ganó; seguramente, por estar inacabada. Es cierto que novelas como El hombre sin atributos de Musil, Le livre de Mallarmé o el Bouvard y Péchuchet de Flaubert también lo estaban y no por eso no pasaron a la historia… La diferencia, al parecer, es que la novela de Wallace, además de inacabada, estaba sin montar, y fue su editor, Michael Pietsch, quien llevó a cabo un trabajo de ensamblaje impecable. Respecto a los otros finalistas, Train dreams había sido escrita diez años antes y se había publicado en forma de relato largo en The Paris Review, Swamplandia tenía la pega de ser una primera novela, con todo lo bueno y lo malo que eso implica.
Pese a la controversia, no era la primera vez que ocurría algo parecido. En 1974, el jurado eligió por unanimidad Gravity´s Rainbow de Thomas Pynchon, pero los miembros del comité decidieron finalmente no concederle el premio “porque la novela era amoral”. Ya unos años antes, en 1971, el comité había decicido que ninguno de los finalistas era digno del famoso galardón. En aquella ocasión los nominados fueron Saul Bellow, Joyce Carol Oates y Eudora Welty… En la lista de buenas novelas no galardonadas con el Pulitzer nos encontramos también con: Adiós a las armas, El ruido y la furia, ¡Absalón, Absalón!, El guardián entre el centeno, El hombre invisible, Las aventuras de Augie March, On the road, Ragtime o Underworld. Eso sí, años más tarde, quizá para compensar el agravio, el comité decidió premiar a Hemingway por El viejo y el mar y a Faulkner por partida doble (por Una fábula y Los Reivers). ¿Significa esto que Una fábula sea mejor novela que El ruido y la furia? No necesariamente. Además, ¿qué hace exactamente que una novela sea mejor que otra? No creo que sea posible contestar esta pregunta en base a criterios objetivos. En los programas de escritura creativa y en los talleres de escritura, los aspirantes a escritores aprenden a diseñar una estructura sólida y a perfilar unos personajes bien desarrollados. Técnicamente hablando, una novela puede adaptarse a la perfección a estos criterios y no producir emoción alguna en el lector. En cierto modo, una buena novela fascina de la misma manera que lo hace el fuego. Mucha gente, no necesariamente pirómana, dice sentirse fascinada por el fuego sin saber por qué. Algo parecido ocurre con la literatura.
En su carta, Cunningham dice no saber qué pudo pasar en la votación final del Pulitzer 2012. Sólo se sabe que el comité no llegó a una decisión unánime. La carta, sin embargo, sí revela algunos detalles interesantes del proceso de selección de los finalistas. Así sabemos que el jurado de este año valoraba más “las grandes empresas literarias que las exquisitas miniaturas artesanales”, que preferían “exploradores visionarios a modestos jardineros” o que estaban dispuestos a pasar por alto ciertos defectos, o ciertos excesos, si la historia estaba escrita con una voz diferente a cualquiera que se haya escuchado antes, o si el escritor había encontrado una nueva forma de emplear las mismas palabras que han estado disponibles para los escritores americanos durante cientos de años… Pero ¿en qué consisten exactamente estas grandes empresas literarias? ¿Quedan nuevos continentes literarios por colonizar? Sin duda, no se puede contestar a estas preguntas de forma unánime.
Consideraciones literarias aparte, la mayor parte de los premios literarios están en entredicho desde hace décadas. En 1926, Sinclair Lewis rechazaba el Pulitzer con la esperanza de que sus argumentos hicieran imposible que ningún escritor pudiera aceptar el premio sin reconocer abiertamente que se había vendido. En su carta de rechazo, Lewis escribía: “Todos los premios, como todos los títulos, son peligrosos. Quienes aspiran a ganar premios se mueven más por la recompensa que por la calidad: tienden a escribir esto, o evitar escribir sobre lo otro, para sortear los prejuicios de un comité”. En 1951, Julien Gracq rechazaba el Goncourt por razones parecidas. En su ensayo La Littérature à l’estomac, Gracq lamenta que la literatura se haya convertido en un objeto de consumo. También critica que los medios de comunicación, los críticos y los premios literarios hagan la digestión en lugar de los lectores, impidiendo que éstos desarrollen sus propios gustos.
Curiosamente, unos años antes, José Corti, editor de la primera novela de Gracq, había emprendido una cruzada contra los premios literarios en general y contra el Goncourt en particular. En 1936, Corti creó el Prix Rabelais, un nombre que deja entrever el espíritu de farsa que animaba el premio. Decidiendo desde el principio quién iba a ganar, nombraron una parodia de jurado formado por un médico, un director de cine, un pintor, un aristócrata, un compositor, un vendedor de seguros y un ciclista. Los organizadores tenían previsto revelar el nombre del ganador durante una comida en el Closerie des Lilas. Una vez revelada la verdadera naturaleza del falso premio, Corti iba a escribir un artículo, Cómo otorgar un premio literario, sobre la farsa de la mayor parte de los concursos. Todo transcurrió según lo planeado, pero el artículo nunca llegó a publicarse. Tras conceder los 20.000 francos del premio a un amigo de Corti, el comité recibió una carta de agradecimiento de un candidato cuyo libro había sido publicado por una editorial gracias a que había sido candidato del “prestigioso” Prix Rabelais. Así, sin pretenderlo, el premio había sido engullido por la maquinaria editorial que pretendía ridiculizar, y los organizadores decidieron acabar con él.
Ha pasado mucho tiempo desde entonces y ni Lewis ni Gracq ni Corti lo consiguieron: los premios literarios siguen ahí y están para quedarse. En este punto, es justo decir que existen concursos limpios, que valoran exclusivamente la calidad literaria de las obras que se presentan; pero también existen muchos otros que se conceden por motivos extraliterarios, o al menos por razones no exclusivamente literarias. Pese a que es vox populi que la limpieza de estos últimos es, cuando menos, cuestionable, lo cierto es que se siguen otorgando (o no) y los escritores siguen aceptándolos. A este respecto, cabe recordar lo que dijo uno de estos autores premiados, Thomas Bernhard, en El sobrino de Wittgenstein: “Hasta los cuarenta años me sometí a la humillación de esas concesiones de premios. Hasta los cuarenta años. Dejé que me defecaran en la cabeza en esos ayuntamientos y salones de actos, porque una entrega de premios no es otra cosa que una defecación en la cabeza de uno. Aceptar un premio no quiere decir otra cosa que dejarse defecar en la cabeza, porque le pagan a uno por ello. He sentido siempre las concesiones de premios como la mayor humillación que cabe imaginar, no como una exaltación. Porque un premio se lo entregan a uno siempre sólo personas incompetentes, que quieren defecar en la cabeza de uno si se acepta su premio. Y están en su perfecto derecho de defecar en la cabeza de uno, que es tan abyecto y tan bajo para aceptar su premio. Sólo en la mayor necesidad y cuando están amenazadas la vida y la existencia, y sólo hasta los cuarenta años, se tiene derecho a aceptar un premio que lleva consigo una suma de dinero o, en general, un premio o una distinción. Yo acepté mis premios sin estar en la mayor necesidad ni tener la vida y la existencia amenazadas, y con ello me hice abyecto y despreciable y, en el sentido más exacto de la palabra, repulsivo”. Personalmente, no tengo mucho más que añadir a lo dicho por el genial Bernhard.
Ole.
Me parece que la nota contiene generalizaciones, exageraciones y omisiones tan importantes como para relativizar todo lo dicho. Para muchas personas que escribimos sin contactos ni apoyos de ninguna especie, los concursos representan la única vía de acceder a una publicación. Hay todavía muchas instituciones culturales (generalmente en provincias) que publican las obras premiadas. Recibir este tipo de distinción no es poner la cabeza para que te caguen encima. A propósito, cagar suena mejor que defecar. Más expresivo, ¿no?
Eso habrá que decírselo a Miguel Sáez.