El Caballero Oscuro: La leyenda renace (2012) de Christopher Nolan
Por Juan Francisco Viruega
Nacida entre las sombras, asciende como una de las obras maestras de nuestro tiempo.
“Lo bello es el comienzo de lo terrible que todavía podemos soportar”
(Rainer M. Rilke)
“Lo siniestro (Das Unheimliche) es aquello que, debiendo permanecer oculto, se ha revelado”
(Schelling)
En el imprescindible tratado sobre las ideas estéticas Lo bello y lo siniestro[1], el filósofo Eugenio Trías (Barcelona, 1942) desarrolla una tesis en torno a ambos aforismos: «Lo siniestro constituye condición y límite de lo bello. (…) [Lo siniestro) debe estar presente bajo forma de ausencia, debe estar velado, no puede ser desvelado». En otras palabras, lo que Trías intenta demostrar es la existencia de un espacio fronterizo en la expresión artística que favorece la conquista del efecto estético: la conexión entre dos opuestos que se retroalimentan, uno actúa como fuente de energía y de inspiración para el otro sin manifestarse, resolviéndose en un equilibrio catárquico, mezcla de misterio y fascinación, que aspira al carácter sublime de la obra de arte. En efecto, lo siniestro debe quedar bajo la superficie, apenas sugerido, pero como combustible para la estilización de las artes espaciales y/o temporales. El arte contemporáneo, y más concretamente el cine, siguiendo las coordenadas de la literatura, la pintura y la música, y erigiéndose como el arte total de nuestro tiempo, ha codiciado desde sus inicios la consecución de esta experiencia estético-catárquica en el público. Para ello, entre otras variantes, ha explotado las posibilidades expresivas de este equilibrio de fuerzas, reduciendo progresivamente la delicada frontera que separa la honestidad de la obra de arte del contrariado efectismo de un producto maniqueo. Como decía Novalis, «el caos debe resplandecer en el poema bajo el velo incondicional del orden». Pongamos como ejemplo las que considero como las tres obras paradigmáticas del pulso entre lo bello y lo siniestro: El vampiro de Düsseldorf (M, Fritz Lang, 1931), De entre los muertos (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) y, sobre todo, El silencio de los corderos (The silence of the lambs, Jonathan Demme, 1991).
Para analizar El Caballero Oscuro: La leyenda renace (The Dark Knight Rises, Christopher Nolan, 2012), primero hay que definir el prisma desde el que se va a proceder: como obra independiente y/o como cierre de una trilogía –iniciada con Batman Begins (2005) y The Dark Knight (2008)-, como blockbuster adherido al género de superhéroes –y por tanto, subproducto de consumo- o como un experimento narrativo que plantea al espectador un debate moral sobre el actual sistema socio-económico desde una interpretación realista y contemporánea de los personajes de Bob Kane. Muchas de estas decisiones corresponden a diferentes tipologías de espectador, todas subjetivas y, en primera instancia, todas legítimas. Por ello, su descalificación no resulta honesta desde argumentos reduccionistas, como la exacerbada utilización de la música, la petulancia de sus efectos visuales, los titubeos de un montaje que explicita la trama o el carácter soterrado de los personajes –y que tanto desagrada al cinéfilo que prefiere la sutileza de un guión críptico- o la vuelta de tuerca a ciertos aspectos instaurados por las interpretaciones previas de las series de ficción o animación para TV, así como de las apuestas de Tim Burton o Joel Schumacher. Como no dispongo de espacio suficiente para resumir siquiera los aspectos antropológicos del personaje original, me remitiré a un ejemplo clarividente: los foros de cine españoles se han colmado de espectadores alarmados por las decisiones tomadas por los hermanos Nolan acerca del personaje de Selina Kyle/Catwoman -interpretado por Anne Hathaway-, tachándolos de traidores con respecto al original. Nuevamente, en nuestro país se impone la soberbia del que opina desde el desconocimiento, al errar tomando como “original” lo que en realidad fue un capricho más de la visión neogótica de Burton: reducir a mera rivalidad la más ambigua relación entre Batman (Christian Bale) y uno de los villanos de Gotham City. Nunca antes de esta franquicia, en la pequeña o la gran pantalla, se tomó una postura tan acertada y justa con el personaje de Catwoman.
Sin embargo, no todo son rosas en esta conclusión de la trilogía, que adolece de una estructura de guión irregular, que se detiene en exceso en su primer bloque para recapitular los acontecimientos de la entrega anterior y, ante todo, para sublimar la necesidad de un símbolo que mantenga la esperanza entre una sociedad desencantada que cuestiona a los dispositivos de poder –sin embargo, la praxis de este prefacio resulta necesario para entender el final escogido por Nolan para el superhéroe-; así mismo, la intermitencia del punto de vista acaba pesando sobre la atención del espectador de masas, que asiste al cine con una capacidad fruitiva convencional, ávido de caminar como un funambulista por la cuerda que separa el bien del mal –gracias al atractivo que siempre desprenden los villanos-, para finalmente posicionarse del lado de los justos. Precisamente, el punto de vista omnisciente que impera en la película –con las intermitentes apariciones de Batman o el esquema preparatorio de acción hasta el ataque terrorista- plantea un ejercicio atípico en el cine de superhéroes, que requiere por sí solo de un análisis más exhaustivo. Esta decisión, no tan bien resuelta como en las dos entregas anteriores, y sumada a la introducción melodramática de varias secuencias de alto voltaje sentimental o a innecesarios planteamientos iniciales –por ejemplo, descubrir a Bruce Wayne como un marginado social que camina con muletas-, suponen quizá los cimientos que peor se sostienen en el relato.
Aun así, y tomando en consideración las expectativas de todos los tipos de público, este me parece un mal menor en comparación con las decisiones estético-narrativas que asume el director: el lenguaje cinematográfico de The Dark Knight Rises, que explora mejor que nunca esa frontera entre lo bello y lo siniestro –no perdamos de vista la praxis de la saga-, y eleva a esta película por encima de sus predecesoras. Ya desde la primera imagen de la película, Nolan dota de simbolismo y significado a todos sus encuadres: el hielo se resquebraja, quizá poniendo fin al letargo de ocho años del superhéroe, pero también representa el inminente caos que acecha a la ciudad –cuyo orden se mantiene en pie sobre una mentira, la imagen lavada de Harvey Dent- y, sobre todo, a los ciudadanos juzgados por una sociedad anárquica y autárquica, que se verán precipitados al exilio y a caminar sobre una superficie helada que se agrieta a sus pies. Esta secuencia, según el imaginario de cada sociedad –y a la española le llega por parentesco directo-, remite a los rehenes de las dictaduras militares obligados a caminar hacia el paredón, de espaldas al ejército armado. Y es que todo el lenguaje visual de la película plantea, a través de este tipo de imágenes alegóricas, cuestiones éticas con diversas lecturas: Bane (Tom Hardy) desarma la mentira urdida por Batman y el comisario James Gordon (Gary Oldman), aniquila el orden establecido, aísla a la ciudad pero pacta con las autoridades norteamericanas para asegurar la supervivencia de su dictadura –el cine español contemporáneo jamás se ha animado a construir un relato metafórico similar- e instaura una anarquía en la que el pueblo adquiere el poder para juzgar y dar muerte –similar a la medieval Fiesta de los Locos-, ignorante de que esa burbuja asfixiante los acabará destruyendo. Surge entonces la que, a mi parecer, es la culminación nolaniana del personaje de Batman, y para la que las dos entregas anteriores funcionan como proceso evolutivo: el director recurre a pasajes incipientes del cómic, rescata al villano por antonomasia del superhéroe –para los enamorados de Jack Nicholson o Heath Ledger, no se trata de Jocker- y lo nutre de un juego intertextual con varios héroes de la mitología griega. Los ecos al unísono de “Asciende” –una vez más, fracaso en la traducción al castellano del título de una película- retumban en el túnel vertical, ya vaticinados en los acordes musicales de la primera mitad de la película, y refuerzan el carácter de un héroe que cada vez está más cerca del cielo/símbolo/eternidad –el cambio del Batmóvil “Acróbata” por un artefacto volador no es baladí-, y que bajará por última vez a tierra para librar su lucha a cuerpo con Bane, a la luz del día, en mitad de un enfrentamiento entre ciudadanos que homenajea a los librados durante la Guerra Civil estadounidense a mediados del siglo XIX.
Por estas y otras muchísimas razones, la trilogía de Nolan asciende como uno de los referentes cinematográficos de nuestro tiempo, no sólo del catálogo de superhéroes, sino como caso ejemplarizante de una corriente universal e intercultural que parece rebasar el posmodernismo y disuelve las fronteras expresivas entre los distintos géneros: el Renacimiento de un cine que vuelve a beber de las fuentes clásicas para narrar desde las inquietudes contemporáneas.
Juan Francisco Viruega es director de cine (www.juanfranciscoviruega.com)
[1] Lo bello y lo siniestro, de Eugenio Trías, fue publicado por primera vez en 1982 y reconocido con el Premio Nacional de Ensayo al año siguiente. En la actualidad está publicado por Random House Mondadori, S. A. (2011).
Es difícil encontrar una reseña tan completa y llena de conocimiento, a la par que sugerente, como la realizada por Juan Francisco Viruega para Culturamas. Es, sencillamente, magistral. Algo que no solo hay que leer, sino conservar.