Columnas Cine

Richard D. Zanuck

Por Rubén Sánchez Trigos.

 

Si Richard D. Zanuck hubiera dirigido la mitad de los títulos que produjo (y si el resultado de estos hubiera sido el mismo, claro está) hoy estaríamos hablando, probablemente, del fallecimiento de uno de los realizadores con más éxito de la historia del cine, entendiendo por éxito no sólo el impacto en la caja sino la pervivencia de la película a lo largo del tiempo. Apunten (es sólo una selección): Sonrisas y lágrimas (1965), El planeta de los simios (1968), Dos hombres y un destino (1969), Patton (1970), French Connection (1971), El exorcista (1973), El golpe (1973), Tiburón (1975), Paseando a Miss Daisy (1989)…

 

En realidad, el mérito de Zanuck fue saber entender la profunda renovación que estaba experimentando Hollywood en los años setenta y adaptarse a ella con un olfato que a los productores de hoy parece faltarles. En gran parte, a nombres como él le debemos la deriva que tomó la meca del cine a partir de este periodo. Lo cuenta Peter Biskind en su imprescindible Moteros tranquilos, toros salvajes: por aquel entonces, Hollywood había iniciado una huida hacia delante que sólo podía acabar en uno de dos caminos: en las producciones más o menos independientes, más o menos subversivas de gente como Dennis Hopper o los primeros Coppola y Scorsese, o en el modelo blockbuster de género que postulaban Spielberg y Lucas. El éxito de El exorcista, de Tiburón y, sobre todo, de La guerra de las galaxias (1977), terminó no sólo por inclinar la balanza a favor del cuanto-más-grande-mejor, sino que definió claramente al público sobre el cual Hollywood debía concentrar su atención a partir de este instante: ese público adolescente, urbano y cómplice que hoy parece huir de las salas (que no del cine). Pero incluso desde esta perspectiva es injusto atribuir a Zanuck un ápice de responsabilidad en este proceso: puso en pie blockbusters como las cintas de Friedkin y Spielberg, sí, pero el aliento que mueve estos títulos está en las antípodas del desapasionado cálculo con que hoy se diseña un proyecto.

 

Richard D. Zanuck, en definitiva, supone el puente entre el modelo clásico de producción (que en los sesenta estaba más que agotado, y del que Zanuck extrajo algunos de sus últimos coletazos, véase Doctor Dolittle (1967) o la misma Sonrisas y lágrimas) y el futuro, ese futuro descreído y socarrón que hoy contagia a las salas. Una anécdota, sin embargo, revela el verdadero genio del productor de El golpe, la diferencia sustancial que lo singulariza con respecto a la mayor parte de sus colegas contemporáneos y que delata al productor de raza que era por entonces. Durante el rodaje de su primer largometraje para el cine, la aquí fatalmente traducida Loca evasión (1974), un jovencísimo Spielberg se encontró en la encrucijada de no saber cómo acabar su película. Las posibilidades eran dos: un final que hoy llamaríamos feliz, que consolara al espectador, y un final verosímil y oscuro, de sabor amargo. Cuenta el propio Spielberg que, ante el terror de que los espectadores rechazaran su trabajo, se decantó por la primera posibilidad. Fueron Zanuck y el co-productor David Brown quienes le convencieron de que debía ser fiel a sus convicciones artísticas y confiar en que la honestidad de estas convenciera al público. La película tiene, en opinión de quien esto suscribe, el único desenlace que podía tener, pero a cambio se cumplieron los peores vaticinios de Spielberg y los espectadores le dieron la espalda en la taquilla. No importa: a modo de justicia poética, Zanuck y Brown ofrecieron al director (tras tantear a otros, todo sea dicho) la adaptación de una novela no demasiado estimable sobre un escualo que acosa las pacificas playas de una pequeña población durante un verano. Al parecer, estaban seguros de que en ese texto (aparentemente, un best seller de derribo) había buen material. Y acertaron. Con el texto y con el director. Este es el triple salto mortal que todo buen productor está obligado a ejecutar: no se trata sólo de echar cuentas y de clonar el último éxito, propio o ajeno, sino de olfatear el talento y ponerlo en relación con el material adecuado. Sólo por eso a Zanuck se le puede perdonar hasta que perpetrara las peores películas de Tim Burton en los últimos años de su vida; con la excepción de Big Fish (2003), que sigue siendo, me lo van a perdonar, una de mis debilidades, y que también le debemos a él.

 

Rubén Sánchez Trigos es profesor e investigador en la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Rey Juan Carlos. Especializado en cine y literatura fantástica, en 2009 apareció su primera novela, Los huéspedes (Finalista Premio Drakul), un thriller de terror en un ambiente urbano.      

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