Capital de largo plazo – Festival Indie Lisboa 2012
Por José Ramón Otero Roko
La novena edición del Festival Indie Lisboa convirtió a la capital portuguesa en un espacio de reflexión sobre el lugar de la cultura en las sociedades devastadas por la crisis del capitalismo. Lo convirtió al menos para el que escribe estas líneas, para quien es mucho más sencillo observar el estado en que se encuentra su propio país si lo refleja en el estado de sus hermanos portugueses. Fue ineludible la significación de las narraciones que provienen de territorios en depresión como Grecia o España. Alps, de Yorgos Lanthimos, o Mercado de Futuros, de Mercedes Álvarez, protagonizaron sesiones paralelas en los ciclos “Cinema emergente” y “Pulsar do Mundo” que imprimían una huella que la paz y la tranquilidad circundante parecían desautorizar. Portugal se asemeja a sus vecinos convocado a un consenso en el que los ciudadanos deben sentirse culpables de los años de su esperanza de vida, del monto de sus jubilaciones, del tiempo libre, si lo tienen, o de cobrar algún impuesto a los más ricos. Como en España, donde el odio por las cosas buenas y que hacen a los ciudadanos mejores, lleva a la mayoría del censo electoral a evadirse de los problemas que les son comunes o a votar directamente en contra de sus propios intereses, y, a la minoría restante, a responder tímidamente por ellos. Es un monstruo donde los primeros perjudicados miran con altivez y paternalismo la construcción de relatos alternativos a este sistema ideológico y económico. El capital tiene hoy su mayor aliado no en los políticos o en los mass media sino en los ejércitos de idiotas que les siguen con un pragmatismo que sólo responde al instinto de autodestrucción que únicamente conocíamos en los terroristas suicidas.
Contra ello la radicalidad de la sensibilidad cultural responde como si el autista desempeñara el rol del transeúnte. Los códigos siguen ahí, siguen ahí los movimientos reflejos, las respuestas inducidas, todo lo que hemos grabado en nuestro cerebro en los años en que no estábamos tan inclinados a sobrevivir como a supervivir, si es que esa palabra está permitida y no oculta que al fin y al cabo nuestra precaria industria cultural apenas da para una de esas dos opciones, la supervivencia o la sobrevivencia, con toda la polisemia imaginaria que queramos añadirle.
Supervivientes o sobrevivientes asistimos a la proyección de Alps para confirmar que si alguien es capaz de mirar el decorado antes de que hayan entrado los actores, antes de que exista un público capaz de escuchar lo que dice el papel de esos seres que dan vueltas, aquí al lado, en la calle, ese “usted” que se levanta cada mañana “a pesar de la crisis” para repetir los hábitos que le dieron un techo bajo el que vivir, unas normas, una educación para sus vástagos, se da por fin cuenta de que todo es tramoya, todo es vacío, embuste, engaño, todo sirve de igual manera que el mono que aprende a saludar y quitarse el sombrero cuando entra a la pista central la trapecista, que el murciélago que fuma o que el loro que repite la letra de una canción de Joan Manuel Serrat o un poema de García Montero. Todo es seguir siendo soldado del bando de los malos en una guerra que la humanidad perdió hace tiempo. Todo es ser consumidor sin dinero para consumir, deportista de élite con una lesión que le ha alejado definitivamente de los campos de juego o presidente de un partido extraparlamentario que pierde todas las elecciones y reúne invariablemente a su junta directiva, que la forman 12 de sus 13 afiliados, para explicar concienzudamente las razones de un fracaso al pueblo que ignora su existencia. Alps es eso. Hemos pasado de la disonancia cognitiva de Canino (Yorgos Lonthimos, 2009) al vacío cognitivo, con el modelo de estímulos y respuestas condicionadas de Iván Pávlov, que el autómata recrea aunque ya no quede nada en el depósito que ofrecer. Y del mismo modo podemos proclamar que la edición de este año ha batido los records de asistencia de público cuando en realidad las salas han estado casi siempre a medio gas y el precio de las entradas ha resultado un obstáculo infranqueable para unos ciudadanos a los que resulta mucho más agotador y estresante la pobreza que la alienación del trabajo. Pero es condición indispensable del que se siente privilegiado rodeado de tantos precarios y precarias que sea ciego o que sólo tenga ojos para mirar a lo más alto preguntándose como verá desde allí esto mismo que ahora le parece invisible. El plutócrata se ve distinto que el emperador en el espejo y la moraleja del traje nuevo presenta un sentido diferente donde al capital le resultan imperceptibles las ropas del pueblo.
Mercado de futuros de Mercedes Álvarez planea significaciones que se convierten involuntariamente en profecías y además lo hace con una voz, la de la artista, dejémoslo de una vez claro a la sociedad, mucho más sensata que la del economista, el directivo o el promotor inmobiliario. Para Álvarez la realidad se explica a sí misma si a las personas se les da la oportunidad de observar cabalmente lo que les rodea, si se les ofrece el tiempo para reflexionar el mundo que se construye a su alrededor. Mercado de futuros es la gran película con la que el cine de nuestro país invitó a la sociedad a pensar que las cosas no iban por buen camino, que en la lógica del capitalismo estaba operar un dique que consumiera a los ciudadanos y devorara a unos tiburones por otros. Y que al final todo lo que creemos bienestar, confort, “producción para el uso”, como decía un personaje de Luna Nueva (Howard Hawks, 1940), es perecedero, prematuramente caduco y destinado a ser enterrado en la trastienda de un comercio que vigila un propietario para el que no hay suficiente dinero en el mundo que le haga levantarse de su silla, como en esos planos memorables que estructuran la película y que se erigen, paradójicamente, en el contrapunto moral a constructores y agentes de bolsa, porque elegir no vender algo es hoy un acto revolucionario.
Nada de ello hay en De jueves a domingo de la chilena Dominga Sotomayor, ganadora del Gran Premio de la sección oficial, quizás porque la mirada del niño no juzga a sus padres como juzgan los adultos. Esta película es muy bella pero muy poco sensible, es tierna, pero es egoísta, no es fría, pero tampoco transparente. Transcurre casi por entero en el interior de un coche que cruza Chile en un largo viaje de fin de semana y sin embargo no es una road movie, el viaje no significa nada, sólo el encuentro final con el amante de la madre que devuelve a la familia a su casa. El único mundo que le importa a Sotomayor es el que construyen los dos hermanos, un niño y una niña, en el asiento de atrás del automóvil. Y es muy hermoso, y es cierto que los mayores conforman una especie distinta, con sus discusiones y sus afectos poco fiables, cuando uno tiene siete u ocho años, pero no se sabe por qué todo lo que nos parecía inolvidable mientras asistíamos a la proyección al día siguiente nos resultó que sólo se trataba de palabras que nos habían dicho para consolarnos, no para que permanecieran fijas en nuestra memoria. De jueves a domingo es una preciosa película sobre la niñez, con un repertorio de detalles que ya quisiera para sí el guión de El Árbol de la vida de Terrence Malick, pero su falta de complejidad nos hace pensar al recordarla que sólo pasamos un rato estupendo y que hubiéramos querido ver, con esa misma pormenorización, algo que hubiera hecho visible de nuevo una herida, que nos hubiera rasgado el alma en alguna parte.
Dolor en Bestiare del canadiense Denis Côté que se exhibió en la sección «Observatorio» del festival. Dolor mientras meditábamos la suerte de esos animales encerrados en un recinto que podía parecer la despensa de un taxidermista o de un carnicero o un zoológico, resultando ser al menos dos de esas tres cosas. Todos esos animales presos parecen clonados, como si la cautividad les hubiera sido inoculada con una jeringuilla y su apariencia ahora indujera, contradictoriamente, tanto al interés como al desapego. Sin inclinación por su destino, sabiéndose forma, aire, de lo que son. Dolor porque esos animales no sienten nada y nada significa para ellos que la cámara les observe.
Y el dolor no hace a las imágenes más auténticas. La evocación, la épica y su sacrificio, la nostalgia, a veces incluso la poesía, suplantan con frecuencia la originalidad, la frescura, el deseo, las heridas legítimas. Si hay una melancolía genuina, casi siempre verdadera, es la saudade portuguesa. ¿Cómo sentir la saudade sin remitir directamente al fado? ¿Cómo sentirla sin haber cumplido los 30 y viviendo en Nueva York? Esa es la película de André Valentim Almeida, From New York with Love, que competía en la sección local del festival, y que a pesar de que no se llevó ningún premio dejó una sensación imborrable en el público, porque nos muestra que hay una ley universal para los afectos, donde no importa de qué lugar vengas sino a qué lugar quieres ir, porque descubre otra ciudad cuando aún, a pesar de la ocupación de las plazas, no hemos tomado del todo posesión de la que vivimos, y porque en el camino no se deja ni su identidad ni sus raíces, que remiten más a la genética de lo humano que a la genealogía de lo familiar. From New York with love nos hace imaginar que ese espacio concreto es una tierra de acogida, que el amor y la vida, que no son, pero que podrían ser, se encuentran allí, esperándonos, en un escenario que podemos decodificar con Roland Barthes o con Susan Sontag, omnipresentes en las leyendas que acompañaban algunos planos maravillosos. Y comenzada y concluida con Rhapsody in Blue de Georges Gershwin, de un modo tan poderoso y estimulante como en Manhattan (Woody Allen, 1979), esta película de un portugués en Nueva York entrega, sin esperar nada a cambio, las señas de identidad del nuevo cine que es capaz de expresar la misma libertad haciendo una película que planificándola sólo en la imaginación de un viajero.
Y hasta aquí este trayecto que se nos hace imprescindible en la agenda de festivales europeos. Porque nos sirve para entender mejor hacia dónde camina la modernidad allí donde está más cuestionada. Porque no reivindicamos sólo la lucha por una causa física cuando deseamos que el mundo cambie, sino que queremos que la ciudad se construya alimentando sus almas.
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