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Día equivocado para ver a tu amante

Después de haber sido multada y amonestada por un policía secreta por sostener en la mano una copa de cava casi vacía a las puertas de una galería de arte carísima donde señoras con laca, pieles y perlas, admiraban sonrojadas las fotografías de cowboys en paños menores, y tras sorprenderme de que el citado secreta me dijese que podía sustituir la multa por la asistencia a unos cursos del tipo “el alcohol es maaaaalo”, cerramos la galería y decidimos ir a tomar la última a un antiguo local de esos madrileños que nunca pasan de moda, al menos para los intelectuales.

            Teresa parecía más animada gracias a mi multa, suele pasar que una vez a alguien cercano a ti le ocurre una desgracia, tu experiencia surrealista con una lesbiana tóxica se relativiza. Bien, de algo sirvieron mis buenos euros, porque prefería pagar a la charla, la verdad. Decidimos meternos al bar este y emborracharnos, total, qué más daba. Así que, entre risas, nos pedimos dos mojitos y, de repente, tuve esa sensación incómoda de que alguien te clava la pupila por la espalda. Me volví y sí, allí estaba Poeta Postmoderno.

            De repente tuve la sensación de que algo iba mal. No podía precisar qué, pero hubo algo en la mirada de Postmoderno que me indicó que algo no marchaba como debería. ¿Pánico? Por un momento dudé que se fuera acercar, incluso que quisiera que me acercara yo. Por suerte estaba con Raya en Medio y este, en cuanto me vio, se lanzó a mis brazos a besarme con efusividad y a presentarse a Teresa. Qué hombre más simpático. Arrastrado por su amigo, Postmoderno no tuvo más remedio que acercarse también. Y fue en ese instante en el que me dí cuenta de que cada vez que nos acostábamos, es decir, cada vez que nos veíamos, era jueves. Y ese día de inauguración galerística, era miércoles. Eso era lo que no iba bien. De alguna forma era mi obligación verlo los jueves, una obligación no consciente que había aceptado sin preguntas.

            Nos tomamos unas copas. Raya en Medio hizo unas excelentes migas con Teresa demostrando sus amplios conocimientos en materia de vanguardias. Postmoderno parecía del todo incómodo. Me pregunté por qué. Hasta Teresa se percató y cuando fuimos al baño me dijo:

            -¿Pero no me habías contado que no paraba de hablar, halagarte, pedirte matrimonio y esas cosas? Ya sabes, mono pero pesado.

            -Sí, no sé qué le pasa hoy. A lo mejor es porque es miércoles.

            -¿Miércoles? ¿Qué pasa? ¿Cambia de personalidad cada día de la semana?

            Resoplé. A saber.

            Cuando ya nos habíamos tomado dos copas y primero Teresa y después Raya en Medio anunciaron que se iban, hice la pregunta que llevaba temiendo hacer todo el rato.

            -¿Puedo ir a tu casa?

            De alguna forma era como agachar la cabeza. Hasta que hice esa pregunta, yo tenía el control. Lo veía de vez en cuando, me divertía, tenía claro que era un rollete y ya está. ¿Pero ahora? ¿Estaba pidiendo asilo político, sexo o qué? El hecho desorientante de que hubiera cambiado su comportamiento por ser miércoles, me había bajado las defensas.

            Y encima pareció dudar.

            -Mmmm. Sí, claro, guapa, ¿por qué no ibas a poder?

            Mierda, oculta algo. Estaba claro. Si algo es demasiado bueno para ser real es que es mentira. No me creía de Postmoderno ni sus pedidas de matrimonio ridículas ni su amor a primera vista desmedido, pero coño, me gustaba su entusiasmo. ¿Eso tampoco iba a ser cierto?

            No pasó nada reseñable aquella noche al llegar a su casa. Lo de siempre, incluso recuperó su entusiasmo: declaraciones de amor sin venir a cuento, besos furtivos en las escaleras interminables, demasiados piropos por segundos. Pero esta vez fue a oscuras. Por primera vez desde que nos empezamos a acostar, Poeta Postmoderno, no dio ni una sola luz al llegar a su casa. ¿Por qué? Tuvimos que follar y dormir antes de que lo averiguase. Y entre una cosa y la otra, una nueva duda de Postmoderno que me puso la mosca detrás de la oreja, como si quisiera de repente echarme. Ah, no, yo no me había ido de su casa después del sexo ni una sola vez. Si yo le tenía que aguantar sus manías amorosas, él debía aguantar que yo reposara mi agotamiento allí mismo. Bien. No dijo nada. Debió comprender que si no me había echado nunca antes, hacerlo ahora sería sospechoso.

            Cuando desperté al día siguiente él se había ido sepa dios por qué. Y entonces pasaron diversas cosas. La primera es que busqué el móvil en la mesita para mirar la hora temiendo haberme quedado dormida y llegar tarde a la editorial. Y lo que se enganchó en mi anillo fueron unos pendientes que no eran míos. Largos, de latón, llenos de abalorios, horteras. Ni eran míos ni lo hubiesen sido en ningún caso. Los miré un tanto sorprendida, con el ojo a medio despegar, como sin creer lo que estaba viendo. Los volví a dejar en la mesilla, junto a mi móvil y una cámara de fotos. Fui a coger mis zapatos y me quedé pegada a algo. Levanté la mano. Dos condones usados. Bien, Posmoderno y yo habíamos usado uno. Y me costaba creer que ese llevara ahí desde la semana pasada. Me agaché. Metí la cabeza entera debajo de la cama y encontré cuatro sobres de condón y un tanga azul que no reconocí. Genial. Ahora sí que iba a hacer aquello que no pensaba hacer por pudor: encender la cámara.

            Primera foto de una chica morena vestida de verde. Por la oscilación de los pendientes horteras, yo diría que estaba bailando. Segunda foto de ella acercándose sensual, por un costado de la falda asoma su tanga azul. Tercera foto de la chica en primer plano con la boca abierta dirigiéndose al intuido desnudo de Posmoderno. A partir de ahí, porno duro. Bien.

            Me levanté, me vestí dignamente y me encaminé al salón. Allí, en el suelo, los restos de una cena para dos y dos copas, una de ella con las marcas de carmín clarificadoras que yo ya no necesitaba.

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