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Picasso y Cocteau

La amistad entre Cocteau y Picasso gravitó desde sus orígenes en torno al teatro de Diaguilev, forjándose una extraña amistad entre ambos durante su estancia en Roma, hacia el final de la primera Guerra mundial, en el que se emplearían a fondo en el desarrollo del  revolucionario ballet Parade, estrenado poco después en el teatro de Châtelet (con música de Eric Satie, el gran gimnopedista). Su amistad común con Apollinaire hizo las veces de catalizador a un afecto mutuo en el que estos dos grandes heliogábalos de las artes estaban condenados a prodigarse. Mientras Picasso era un anacoreta o misántropo urbano de las escuelas y academicismos, Cocteau era un arribista que no perdía ocasión para buscar aquellos proscenios y tertulias donde erigir filiaciones artísticas o suscribir pactos no escritos con mecenas o padrinos: Anna de Noailles, la Princesa de Polignac, Marcel Proust, Debussy, Eric Satie, los condes de Beaumont o Isadora Duncan se contaban entre una hacina de amistades aristócratas y de la alta sociedad que lograban amplificar el luminoso talento que este hombre, inmolado ante las artes (fue un malísimo estudiante, primer síntoma del superdotado inadaptado y aburrido ante la escuela sofocada por axiomas o nemotecnias) no hubiese más que logrado unas sombras chinescas de su particular quinqué artístico de no ser por su especial olfato para saber cómo, qué, cuándo y quién respecto a las artes del momento (fue poeta, novelista y libretista, también cineasta, pintor y escultor). Los dos eran devotos de esa mitología griega plagada de deidades, dríades o faunos: fue precisamente tras Parade cuando Picasso regresa provisionalmente a unos dibujos de estilo clásico cuyo trasunto gira entorno a figuras micénicas o dioses de la Grecia preclásica, aún aureolados por ese misterio indescifrable que el trazo de Picasso se encarga de dotar de una existencia plenaria de tiempo o eternidades. Mientras Cocteau ya venía trabajando desde incluso antes de la guerra con Diaguilev y Stravinski (La consagración de la primavera, otro grandísimo escándalo en su estreno en la primavera del catorce, esta vez contando con la provocación lúbrica e histriónica del grandísimo Nijinski) Picasso sin embargo se estrenaría en las artes teatrales, innovando nuevas plásticas y decorados a expensas de Diaguilev, el cual propiciaba que la composición fuera provocadora o insurrecta frente al lumpen burgués, garantizando así el escándalo y publicitándose por tanto (un visionario adelantado de estos otros productores modernos de la tele que buscan desde hace décadas la obscenidad o la sevicia patética con tal de ganar cuotas de audiencia). La muerte de Raymond Radiguet sumiría a Cocteau en una profunda depresión, llegando a declarar que no volvería a escribir nunca más; aquellos primeros convulsos años postbélicos trajeron la nueva luz del surrealismo, cuyo solio portaba a golpe de tirano André Breton: Picasso cabalgaba entre el clasicismo y su cubismo, el cual ya casi había agotado, y del que cada vez resurgían más imitadores, degradando un estilo que había sido el más trasgresor y original desde tiempos del renacimiento. Fueron años en los que la figura del arlequín (el dioscuro según palabras de Rilke), Policinella y demás personajes de la Commedia dell’arte trufaban decenas de óleos y dibujos de Picasso, pretendiendo inaugurar con ello una nueva mitología moderna (personajes rescatados del imaginario popular y del circo, espectáculo del que Picasso, al igual que su compatriota Ramón, era un gran entusiasta). En cierta ocasión, visitando Cocteau a Picasso en su estudio de Montparnasse, aquél se presentó disfrazado de arlequín, deseoso de que Picasso le retratase vestido con ese traje ajustado y losangeado que tan bien debía quedarle a Cocteau. Picasso se negó, no detalla por qué el biógrafo (quizá sea un chisme apócrifo), lo que es seguro es que el autor de Los niños terribles o El cortejo de Orfeo, hubiese sido el arlequín paradigmático y redivivo de la obra de Picasso; nadie más que él, con su mirada entre soñadora y alerta, su delgadez extrema y sus manos como de pianista o tañedor de lira órfica, hubiese representado al arlequín, ese arquetipo humano entre el patetismo y el humor, entre el sortilegio del soñar y la desorientación del vivir, tal y como era Cocteau. La posteridad brindaría algunos retratos de Picasso a Cocteau, aunque Picasso era amigo de retratar a cualquier persona, animal o cosa que se le pusiera a tiro (exceptuando los paisajes, de los que no era muy amigo). Viendo estos días La sangre de un poeta u Orpheo, comprendo que  Picasso y Cocteau debieron hacer esfuerzos próvidos por alcanzar un arte como aquél sin caer en la desgana, pues ambos prebostes de las musas lograron ganarse el aplauso de las artes pero también la ira de sus incontables enemigos como pocos artistas han protagonizado en el siglo XX, pero ambos defendiéndose como Teseo y el Minotauro, esta vez aliados contra el enemigo común que sólo es posible mirar a través de espejos o emboscar en laberintos cubistas cuya Ariadna quedó holgando en algún ballet ruso, de esos a los que Picasso era tan asiduo .

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