Por el pasado llorarás… y matarás

Por Richard Vilbor.

“La vida se vive hacia delante, pero se comprende hacia detrás”. Esta frase de Kirkegaard podría ser la idea central de la última obra, publicada en España, de Brubaker y Philips: Criminal 6. El último de los inocentes.

El argumento es un clásico dentro del género negro: el asesinato del cónyuge por dinero. Riley Richards, el protagonista, decide matar a su rica esposa, a la que conoció en el instituto, para poder disfrutar de la vida junto a su primer amor, Lizzie Gordon. Y sí, la esposa, Felicity, le es infiel con un amigo suyo.  Y es egoísta y superficial. Y Riley la mata, claro. Y acusan al amante de su esposa, Teddy Markam, del crimen. Y Riley se queda con el dinero.

Hasta aquí, nada nuevo, cierto. Lo novedoso, lo atractivo de la historia no es el argumento. Sin duda, y como siempre, lo mejor de la historia es cómo Brubaker la narra, cómo va configurando la personalidad de los protagonistas poco a poco, con un dosificador, repartiendo las palabras y los actos definitorios de los personajes en momentos clave, ya sean a final de un capítulo o a principio de otro. El recurso fundamental del que se vale el guionista para hacer todo esto es el flashback porque, como decíamos al principio, el pasado tiene una importancia capital en este cómic. El protagonista mata impulsado por los recuerdos idealizados que tiene de su infancia y su adolescencia. Esta mitificación se observa desde la primera aparición de Lizzie Gordon, cuando Riley vuelve a su pueblo natal para enterrar a su padre recientemente fallecido. Sean Philips varía su estilo cada vez que los protagonistas recuerdan, emplea un dibujo cercano al cartoon y marca, así, la diferencia con el presente. Ese primer plano idealizado de Lizzie nos lo dice todo sobre el protagonista, aunque, en ese momento no lo sepamos. Y es después de un “sueño cartoon” sobre su infancia cuando Riley toma la determinación de matar a su mujer. Un asesinato que no presenciamos, cosa curiosa en un cómic que se llama Criminal. No hay en él apenas violencia, tan sólo dos secuencias sangrientas: una, cuando Riley defiende a su amigo Friqui (Vladimir Frykovski) de unos asaltantes y, la otra, cuando se nos muestra a dos presos golpeando a Teddy Markam, amante de Felicity, en la cárcel.  A Brubaker no le interesa, en este cómic, la sangre, el asesinato violento, el lance patético, sino la fuerza irresistible del recuerdo.

Un recuerdo es imborrable, es perfecto, es ideal, no se puede huir de él ni se puede competir con él; de hecho, los personajes de Criminal, en ocasiones, viven en el recuerdo, niegan, incluso, lo que ven. Para muestra, un botón: Riley golpea a dos maleantes. Lizzie se le acerca, preocupada, y le dice: “¿Te han hecho daño? (…) Pobrecito mío… Lo que debes de haber sufrido…” Le dice eso a un tío que acaba de machacar a dos hombres con un ladrillo. Los flashback, los recuerdos justifican, asimismo, el comportamiento un tanto frío del protagonista tras matar a su esposa. A Brubaker no le hace falta profundizar en su dolor o en su personalidad, puesto que todo eso ya nos lo ha contado y nos lo cuenta a través de esos saltos al pasado, a través de la voz en off del protagonista, a través de Teddy y su: “Sabes lo que decía Felix? (…) Decía que estabas vacío… Decía que, si nadie te miraba, ni siquiera existías”. Riley solo llora cuando le deja a su único amigo drogadicto, Friqui, una jeringuilla para que se mate. Solo ahí tiene una reacción visceral, humana. El resto del tiempo es un ser egoísta, frío y, sí, puede que anodino, que transmite esa vaciedad que mencionaba Teddy Markam. Un ser que no parará hasta que no recupere aquello que tan solo existió en sus deseos y en su memoria y que lo llevará a estafar a su suegro, a eliminar a su esposa, incriminar a un “enemigo” de la infancia y a acabar con la vida de su mejor amigo, un yonqui al que él mismo reenganchó a las drogas. Y todo esto sin casi alterarse, el angelito. Eso es lo verdaderamente terrorífico de esta historia, por eso no hay apenas sangre: el crimen fluye como parte de un proceso lógico, como una solución a un problema que Riley aplica con frialdad y precisión matemáticas: A + B = C; tengo un problema y, al mismo tiempo, quiero algo = mato para solucionarlo y para conseguirlo.

¿Y el arte de Philips? La verdad, irregular. Es uno de mis dibujantes preferidos, sé que cuenta con muchos adeptos que, tras leer esto,  me van a crucificar, pero no puedo calificarlo de otro modo. El artista británico, al igual que sucedía en el tercer tomo (Los muertos y los moribundos), combina buenas páginas y expresivas viñetas con otras un tanto paupérrimas, impropias de un dibujante de su talento.  Ejemplos de esto último son las viñetas de las páginas 2 y 3 de la Parte Dos; las páginas 12, 18 y la viñeta 5 de la página 20 de ese mismo capítulo.

En definitiva, un gran cómic hecho por dos grandes artistas que no decepcionará a nadie y por el que vale la pena pagar 13,95€. Una historia con un final (que no voy a desvelar) aparentemente “feliz”, estructuralmente perfecto, pero perturbador, intranquilizador; un final y un tebeo que, como al protagonista, le dejan al lector “un dolor sordo en el estómago”. O en la conciencia.

 

 

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