El camello ciego
El camello ciego. Óscar M. Prieto. Inédito.
Anoche vino a visitarme.
Supe que era él desde el instante en que llamaron a la puerta, el mismo instante en el que alcancé a comprender que la naturaleza de aquel encuentro era la de inevitable.
De alguna manera sabía que tenía que ser él.
¿Quién iba a ser si no?
Lo que no he podido explicar, ni entonces, antes de abrir e invitarle a pasar, ni ahora, cuando han pasado ya tres cuartas partes de este día, es cómo averiguó que yo me encontraba en la ciudad, en ese hotel y precisamente en esa habitación –habitación 906-. No es fácil dar con una explicación.
Estoy seguro de que nadie estaba al tanto de mi viaje. Y no porque yo sea una persona de esas que tienen afición a envolverse en secretos y que no dejan que su mano derecha sepa lo que hace su mano izquierda, sino porque ni yo mismo tuve la menor idea de que iba a estar aquí, hasta la mañana del pasado sábado 20 de septiembre en la que compré on line el billete de avión (número de vuelo: IB 6845 Asiento 20G).
Pero no quisiera conducir a error y presentarme como un hombre impulsivo, que no lo soy más de lo que lo es la mayoría. Por eso cobra relevancia el hecho de que en la mañana del día 20 sintiera un impulso claro y distinto de sacar el billete de avión que me ha traído hasta esta ciudad. Aunque en verdad, esta es la consecuencia de un impulso más violento y anterior en el tiempo no más de unos minutos.
El domingo 21, como todos los años desde hace 35, debería haber acudido a la cita fijada por los equinoccios de antemano, incluso antes de la aparición en el planeta Tierra de la escritura y de las agendas. El paciente y tranquilo Otoño llegaba al hemisferio Norte. Sin embargo, le di esquinazo y me vine al hemisferio Sur, a donde llegaba, precisamente el mismo día, la Primavera esquiva y caprichosa.
Fue un impulso irrefrenable el de querer entrar dos veces en la Primavera en el mismo año. Y para ello tenía que viajar al hemisferio Sur (No puedo precisar las razones científicas del fenómeno estacional, creo recordar que algo tenía que ver con la inclinación del eje de rotación). Pero yo no intervine en la elección de la ciudad, si no que vino fijada por la disponibilidad y por los horarios de los vuelos.
Con esto, lo que pretendo explicitar es que llegué aquí por pura casualidad, igual que podía haber llegado a Arekipa, Bello Horizonte, Kinshasa, Zanzíbar, Canberra o Yakarta, todas ellas ciudades al otro lado del Ecuador, que cumplían, por tanto, con la única condición que les exigía. Y es por esta precariedad de motivos y por la circunstancialidad que impuso la elección de esta ciudad, por lo que se me hace realmente complicado hallar una explicación que satisfaga la realidad de que diera él conmigo, hasta la exactitud de llamar a la puerta de mi habitación en el hotel.
Cuando llamó a la puerta faltaban unos segundos para la medianoche y acababa de meterme en la cama. Estaba agotado y tenía los pies doloridos después de todo el día caminando por calles y callejas, que aquí miden por cuadras.
Debido a lo repentino del viaje, no había tenido tiempo para los preparativos, por lo que caminaba sin guía y sin mapa alguno, dejando que mis pasos se guiaran bien azarosa y desordenadamente, o bien por la eufonía de los nombres de las plazas y de las avenidas. Por otra parte, ya fuera por el diseño urbano, por la arquitectura de los edificios o por la fisonomía de los transeúntes, o por todo ello a un tiempo, no me sentía en un lugar extraño, me resultaba conocido o al menos semejante.
Sí me desconcertó la calle –prefiero omitir su nombre- que lleva directamente desde el Jardín Botánico a la Plaza de Cortázar (antes de Serrano), por ser una línea recta perfecta. Si no la misma, sí muy similar a aquella otra línea recta que el detective Lönnrot propuso a su asesino como el más indescifrable de todos los laberintos sospechados. De nada le sirvió. Schalach –apodado El Dandy- le propuso otra línea recta mucho más veloz. Retrocedió unos pasos. Después, muy cuidadosamente hizo fuego. Despiadadamente. Justamente.
Pese a esta arbitrariedad con la que giraba en cualquier esquina o cruzaba los semáforos, no me abandonaba la sensación de estar siguiendo un trayecto trazado con tinta invisible en algún mapa que, por supuesto, yo ignoraba. Me sentía como si estuviera cumpliendo con un designio oculto o siguiendo las casillas de algún juego no rebelado. O, más exacta e inconcebiblemente, como si desde el principio nada tuviera que ver con el azar. El único descanso que me concedí en este vagar –o divagar, pues ya no sé que verbo se ajusta más a lo que hacía- fue el de las librerías. La primera, Prometeo, apareció de improvisto –como suele suceder en estas ocasiones- entre los boliches y las tiendas de diseño del barrio de Palermo. Allí compré “Las diabólicas” de Jules Barbey D’aurevilly. El librero me aconsejó que visitara El Ateneo, donde di con una edición florentina de Las Metamorfosis de Ovidio, en latín y del año MCMXV (“…dioses, sed favorables a mis proyectos y entrelazad mi poema sin interrupción…”).
La última parada la hice ya muy cerca del hotel, en la Librería de Ávila. Entre los polvorientos estantes del sótano descubrí, con la emoción de un bibliófilo, una 2ª edición de El Aleph: Editorial Losada, Buenos Aires, 1952. No dudé un instante en llevármelo y me dirigí al mostrador con la sonrisa iluminada de quien está en posesión de un secreto. Para sorpresa del dueño, el libro aparecía en su base de datos como “vendido”. Sin embargo era incuestionable la evidencia de que el libro estaba allí, delante de sus ojos. Así que lo pagué con la Visa, sin reparar en el precio –2950 pesos-, antes de que le diera por hacer averiguaciones o se arrepintiera.
No sin cierta ansiedad, me fui al hotel con el libro bien apretado contra mi pecho. Pasé por recepción sin saludar. Subí a la habitación y me senté a leerlo. Hasta que lo terminé. Habían pasado el atardecer y la hora de la cena. Me desnudé y me metí en la cama.
Daban las doce en el reloj de la torre del Cabildo, cuando me levanté, me puse la bata que siempre llevo conmigo en los viajes, y le abrí la puerta, justo cuando resonaba en el eco de las calles desiertas el bronce de la última campanada.
Allí estaba.
Sabía que era él.
De pie. Con el mismo traje gris marengo y la corbata a rayas, con el pelo blanco vuelto en un sin fin de tiralíneas hacia atrás, con las entradas, tal y como recordaba haberlo visto en una fotografía suya en la Biblioteca Nacional.
Allí estaba. Era él. De pie. Con la lentitud en los gestos de quien ya ha ido a todos los lugares y ya no tiene prisa, porque ya consiguió liberarse de la despótica autoridad del tiempo.
-Buenas noches. Hacía tiempo que tenía pendiente esta visita. Me alegro de tenerte aquí –dijo solamente, sin solemnidad.
-Buenas noches. Don… – se llevó el dedo índice a los labios para pedirme silencio.
Quiero deciros que me sentí frágil ante su presencia. Su serenidad me dio la calma para invitarle a pasar sin balbuceos, con un gesto, polisémico, que a la vez le indicó un butacón para que se sentara.
La noche, la verdadera noche, apenas estrenada cuando él llegó, se hizo vieja y día mientras hablábamos. Hablamos con palabras, con silencios y con algún cigarro que a él no le molestó que yo encendiera. Coincidía conmigo en que el humo crea una atmósfera más densa en la que las buenas conversaciones, siempre dadas al funambulismo y con vocación de volatineras, se sostienen mejor sobre el vacío. El humo viene a ser para ellas una red de pista de circo, por si resbalan y se caen, para que no se rompa el costillar de sus significados.
Hablamos de puñales y de infamias. Del noveno círculo del infierno de Dante, en el que penan los traidores y de los parecidos que se dan entre Beatriz y Dulcinea. La eternidad, entendida como ausencia de tiempo y anodina, nos entretuvo un rato largo, tan largo como un puro habano. En algún momento, recuerdo que disfrutamos con el paladar de un somellier del excelente vino que es la interpretación que Cesare Pavese – Pavese, que después de todo, no encontró otra razón mejor para quitarse la vida, que su amor no correspondido por una actriz mediocre, norteamericana- la interpretación, decía, que hace de Edipo, cuando afirma que Edipo no hubiera dudado en cambiar los palacios, los banquetes, el oro y el lecho de una reina, que Edipo no hubiera dudado en convertirse en mendigo y en el más inmundo y vil de los hombres, si a cambio le hubieran permitido ser él quien eligiera, decidir..
-Recuerda, que Edipo, igual que yo, era también ciego.
Era tal la confianza con la que hablábamos, que no tuve reparo en preguntarle si no le parecía extraña la relación que mantenía con las palomas el Dios cristiano (antes lo he omitido por decoro, pero más o menos a la hora de comer me había cagado una paloma en el hombro derecho). No tuvo inconveniente en responderme con un parpadeo lento y enarcando las cejas.
En fin, podéis imaginar que hablamos de lo humano y de lo… humano (Dios no fue más que una anécdota escatológica y divina en esta noche, una nota al margen). Pero de todo lo que abarcamos en el diálogo nocturno, quiero recuperar ahora sólo dos pasajes, que comparto con vosotros.
El primero conviene más a escritores y artistas de distinto pelaje. El segundo, un separar el grano de la paja, debería escucharlo al menos una vez –y grabarlo en su memoria-, todo ser humano, como consuelo, bálsamo y verdad, en su errar –propio, intransferible, único- por la vida.
Aprovechó la simpatía de un silencio enlazado a una calada para deslizarlo en mis oídos, como si se tratara de una confidencia fortuita, con ternura, para que aprendiera a evitar el sufrimiento vano que siempre trae la vanidad consigo:
Pasar de hojas a pájaros es más fácil que de rosas a letras.
Para el segundo, anunciado también por los heraldos del silencio y de las caladas, disponiendo de la ocasión de saberme atento, ordenó labios, sin esfuerzo aparente, dientes, lengua, boca –coreografía-, de tal modo que me acercó hasta mí, para hacerlo cercano, lo siguiente:
En Alejandría se ha dicho que sólo es incapaz de una culpa quien ya la cometió y ya se arrepintió; para estar libre de error, agreguemos, convienen haberlo profesado.
Ambos pasajes los puso en boca de Abulgualid mamad Ibn-Ahmad ib-Muhámmad ibn-Rushd, más célebre y fácil de recordar como Averroes.
Ignoro si lo hizo por timidez, por juego, por ocultar, o, sencillamente, por hacer honor a la verdad. De lo que sí estoy seguro es de que él ya no tenía más compromiso que con la verdad. Él ya está libre de ataduras, de castigos, de promesas, de miedos y también de esperanzas.
Y llegó el alba, con esa luz sucia y perla que es incapaz de lavar las manchas de oscuridad de los perfiles de las cosas. Él se levantó para despedirse. Me estrechó la mano. Ya en la puerta se volvió hacia mí. Es posible que hubiera olvidado algo y en ese momento lo recordara, aunque yo prefiero creer que ciertas invitaciones exigen hacerse bajo los dinteles de las puertas, ese espacio sagrado, umbral, entre dentro y fuera, entre pasado y futuro, consagrado al dios de las dos caras. Me dijo que descansara un poco e intentara dormir algo para diferenciar la vigilia del sueño. Hizo amago de irse, pero se volvió otra vez. Sus pies no se habían movido. Me preguntó si conocía la desembocadura del Río Paraná.
-Es un lindo lugar. Si no tienes ocupada la mañana, ve a visitarla. Y si lo haces, confía en el azar y deja que sea éste quien elija la barca y los canales y la isla propicia y el embarcadero en el que recalar. Deja que sea el azar.
Esta vez ya se iba.
-¿Eso es todo? ¿No falta nada? Permaneció de espaldas esperando al ascensor. Cuando éste llegó, entró, siempre sin volverse atrás, y a través del reflejo del espejo me hizo llegar una sonrisa que no supe interpretar.
-Tienes razón, me ha quedado una cosa por contarte. Deberías acercarte a El Tigre. De verdad que es un lugar muy lindo el Delta. Piénsatelo.
Antes de continuar, quiero aclarar para aquellos que hacen complot contra lo imposible, que no vino a visitarme en sueños, ni tampoco por los pasadizos de las páginas. No se trató de una ilusión ni de una alucinación, ni tampoco de una construcción teórica ni de una hipótesis literaria. Vino él en persona con todos los atributos inherentes.
¿Cómo justificar si no el sonido físico de sus nudillos llamando a mi puerta?
No he dormido más de una hora. He desayunado todo tipo de frutas y de facturas, ciertamente tenía hambre. He tomado un taxi para que me llevara a la estación Maipú donde tenía la intención de coger el Tren de la Costa. El taxista, muy amablemente me ha recomendado dejarme en la Estación Retiro y allí tomar el Mitre, quedando después a mi elección hacer transbordo en Maipú o continuar hasta El Tigre directamente. Una vez allí he ido sorteando todas las ofertas turísticas de catamaranes, recorridos y comidas incluidas hasta dar con una barcaza de las que reparten el correo y que sólo me ha cobrado 14 pesos. Reconozco que mi idea de la desembocadura de un río es mediterránea y soy fácilmente impresionable, sobre todo si es por la grandiosidad de la naturaleza americana. Navegamos por un dédalo de canales naturales, que se han ido formando a lo largo de los siglos en el delta de este río casi mar o pariente del mar.
¿Cómo va a encontrarme en este laberinto? ¿Cómo le voy a encontrar?
No debo preocuparme. Ya me encontró una vez. Me dijo que confiara en el azar, que dejara que el azar obrara.
El patrón me indica con un gesto brusco y cara de pocas explicaciones que yo bajo allí. Cuando salto me dice de un solo golpe de voz que pasarán de vuelta a las dos y diez, que esté allí mismo si quiero regresar.
Si quiero regresar.
Recorro la islita, de Norte a Sur y de Este a Oeste en pocos minutos. En el centro hay una construcción de madera. Se trata de una finca de recreo. Las puertas están abiertas pero no hay nadie y los muebles son de una madera oscura casi negra. Hay retratos de antepasados y vajillas de porcelana que, por el polvo se deduce, nadie utiliza desde hace años. Sin embargo la plata está bruñida y las ventanas tienen mosquiteras.
-¿Hay alguien por aquí?
Nadie me contesta. Vuelvo a salir al aire. Por suerte he traído mi sobrero de rafia. Hace sol. Todo es verde, salvo el granate y lila de los claveles del aire y el amarillo de los lirios. La isla está llena de árboles –sauces, ceibos y duraznos- y de pájaros.
Pasar de hojas a pájaros…
¿Daré aquí con la alquimia que transforma las rosas en letras? ¿Se refería a esto?
Desde que he desembarcado un perro me acompaña fiel y silencioso en mi deambular, salvo cuando he entrado a la casa, que ha esperado fuera. Ahora mismo dormita bajo la silla en la que me he sentado a esperar, a ver qué pasa.
Pasa el río.
También apareció un gato con ganas de provocar, pero el perro no le hizo caso y se fue luego, a buscar riña a otra parte.
Después del jaleo y el bullicio de la ciudad, se agradece esta paz de mañana de sexto día de la Creación. Por extraño que parezca estoy tranquilo y seguro de que no me he equivocado de isla. He seguido sus instrucciones al pie de la letra. Ciertamente ha sido el azar quien la ha elegido. Sin duda, es un buen lugar para esperar.
Llega una barca. Baja una mujer. Lleva un vestido de encajes y sedas antiguas y unos bucles morenos se le descuelgan flexibles por ambas mejillas. Es hermosa. Me encuentra bajo la sombra redonda de un paraguas.
-Hola. Supongo que eres Oscar.
Asiento con la cabeza sin abrir la boca. Es como si en ella estuvieran todas las mujeres que he amado y las que amaré. Ella sabe lo que estoy pensando y lo que estoy sintiendo y sonríe.
-Entonces, esto es para ti –me entrega un papel doblado en ocho- Adiós.
Hubiera querido decirle adiós también, no, hubiera querido decirle que se quedara, pero no he tenido la certeza de mi voz. La miro irse, montar en la barca y desaparecer. Se ha ido. Caigo en la cuenta de que hoy debía tener noticias de una editorial del Norte y no han llegado. ¡Qué importa eso ahora!Juego con la nota y la paso entre los dedos como si fuera una moneda y yo un prestidigitador. Me levanto. Definitivamente ha sido una suerte traer el sombrero. Ahora el sol le pega y no hay nube alguna. Miro al perro, que abre un ojo para ver qué hago. Miro al río. Oigo como cacarean las gallinas de la isla de enfrente. Desdoblo cada uno de los dobleces del papel. Con cuidado. Hay unas palabras escritas de su puño y letra. Las leo en alto. Nadie puede oírme:
El poeta Zuhair comparó el destino con un camello ciego. Quién no ha sentido alguna vez que el destino es fuerte y es torpe, es inocente y es también inhumano.
Jorge Luis Borges
La doblo de nuevo y la guardo en el bolsillo interior de mi chaqueta. Son las dos menos cinco y aún faltan quince minutos para que la barca del correo pase a recogerme.