La casa de Asterión
J.L. Borges en su relato “La casa de Asterión” cercena deliberadamente la identidad del narrador hasta el desenlace, que no es otro que el minotauro, hijo de la reina Pasifae. Asterión, el minotauro, mora o solaza en un dédalo de galerías, su casa abierta a cualquiera por 14 (o infinitas) puertas, en la que “hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble”, equivalente a decir en español de siglo de oro: “donde toda incomodidad tiene su asiento”. Borges oculta la identidad del narrador, incluso en la cita de encabezamiento de Apolodoro (Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión) la cual queda amputada de su literalidad: el nombre del minotauro con que el autor de la “Biblioteca mitológica” rematase su mítica antología, por no otra razón que enfatizar la soledad en la que este ser (fruto de una condena perpetrada por Poseidón) lamenta su singular existencia; y a mi parecer, Borges lo oculta acertadamente por otros dos motivos: desposeer al mito de su propio mito, esto es, narrando una historia en primera persona que bien pudiera ser universal pero que narrada por el protagonista del mito, ocultando su identidad, desciende al plano de las cosas reales, comunes. Pero aun lo oculta por hacer del relato un laberinto de la voz narradora, lo que constituye toda una brillantez en cuanto a recurso estilístico, dado que se pierde en su transliteración el centro del hablante, creando un isomorfismo entre el propio mito del Minotauro y la propia narración (la nota a pie de página hace referencia a un original, lo que es puro rudimento para confundir ficción con realidad). Asterión, según nos dice la voz narradora, no sabe escribir ni leer, de lo que se deduce que el relato ha sido transmitido oralmente hasta que alguien lo compilase. De esta manera Borges teje el soliloquio de Asterión, incorporándolo a la mitología moderna. Este relato de Borges, dentro de su libro “El Aleph”, pretende humanizar la singularidad ontológica de un ser que como él mismo dice es “único”, y esa soledad inmarcesible, ophalum con que su esencia se suscribe a la existencia, supone un anhelo al punto que le hace imaginar otro Asterión, el cual le visita y con él dialoga, porque de la plebe, como él mismo manifiesta, sólo espera incomprensión. Es significativo e interesante el que Borges haga que Asterión equipare el número 14 con el infinito (14 puertas, 14 pesebres, 14 aljibes, 14 abrevaderos) sin explicar por qué, porque catorce eran los hombres y mujeres atenienses que según nos dice el mito eran llevados como tributo sacrifical al laberinto, por capricho e intención de sometimiento del rey Minos de Creta; 14 hombres que se inmolaban ante la ferocidad del minotauro cada 9 años. Ese número finito que Borges pretende por voz de Asterión homologarlo a un piélago innumerable de cantidad, para mí representa todos los hombres, son 14 pero podrían ser todos, porque si nadie lo remediara, Asterión podría salvarlos de su mal (“Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal”). Nótese que indica, con error deliberado, 9 hombres, por numerología o simetría cabalística (a la que tan aficionado era Borges) pero sobre todo por evitar la referencia a esos 14 hombres, lo que desvelaría ese enigma de 14= infinito. Patetismo o tristeza produce ver el asombro con que Teseo comunica a Ariadna de qué forma ha enfrentado la muerte el minotauro, tristeza por comprender verdaderamente que el minotauro, como toda criatura dotada de razón no puede asumir su destino, por mucho que éste haya sido impuesto por los dioses; por lo que ante su destino se levanta, prefiriendo la muerte. Véase éste romántico y dramático final, cuya capacidad de elección por una vez recae en la criatura y cotéjese con la pintura de Watts, que aquí reproducimos (pintura que según dicen inspiró a Borges el relato), no cabe duda que la pintura sintetiza el anhelo y el destino con el que ha sido condenado Asterión.